jueves, 18 de agosto de 2011

Encuentro cercano con un pollo

     Tengo 20 años de matrimonio, dos hijos grandes y en todo este tiempo, podrán suponer, he adquirido bastante práctica en los quehaceres del hogar, sobre todo si toman en cuenta que nunca he contratado servicio fijo.

    Les cuento esto para poner en contexto que mi cuota de realización de oficios anti-glamour, es bien alta. Estas tareas podrían desmayar a personas débiles de estómago, pero a fuerza de horas de vuelo, ejecutando faenas harto desagradables, pensé que ya me había curtido.

   He cambiado montañas de pañales, he limpiando el asiento trasero del carro luego de los mareos de mis hijos al volver de Choroní; he destapado trancas en el váter, he lavado acuarios en los que el infortunado pescadito flotaba hinchado y panza arriba; he lavado el tiesto putrefacto de flores viejas en la tumba de mis abuelos; he limpiado la vena de mil camarones, he llegado de largos viajes para darme cuenta de que se ha dañado la nevera, con la subsecuente descomposición de todo lo que contenía… En fin, tengo un extenso curriculum en fregado, baldeado y restregado de cosas asquerosas.

     Ayer me tocó un numerito que no había jugado… Nunca antes había comprado un pollo entero. No pensé que sería traumático para mí, quitarle la piel al pollo. Veinte años de cocina no me prepararon para despellejar a un ave con mis propias manos.

     Allí estaba, frente a mí, sin cabeza, sin patas, con esa piel amarillenta, repleta de volcanes mínimos carentes de plumas. Traté de tranquilizarme y me dije a modo de regaño: ¿Qué vaina es Julieta? ¿Te vas a amilanar ahora?

    Respiré profundo y comencé a amputar el cuello, rompí el buche que contenía aún restos de la última cena del ex plumífero. Me aferré a un colgajo de la piel de la pechuga y tiré con fuerza de esa masa amarilla y resbalosa, fue por mucho, lo más repugnante que he hecho en mi vida, o eso pensé antes de llegar al ala. En ese punto tuve que fracturar la coyuntura y romper con la tijera el hueso para poder liberar la… llamémosla, manga de pellejo gelatinoso. Hice lo mismo del otro lado y proseguí con la parte inferior, esta vez, el atasco ocurrió en el ─¿trasero?─ del animal. Tomé mi cuchillo de carnicero y lo segué de un tajo.

     El pollo seguía frente a mí, y aunque ahora estaba desnudo, ya no parecía tener frío. Lo lavé, lo froté con limón, lo condimenté y lo encerré en el horno. Mi familia se deleitó con la nueva receta. Yo, por supuesto no comí.

     Ahora soy vegetariana.

miércoles, 17 de agosto de 2011

El apuesto Bwin

No me gustan los deportes, nunca me han gustado, no los entiendo y no les encuentro la gracia, especialmente el futbol. Sufro durante los mundiales y al momento de los juegos importantes. Todo aquel que me pasa por delante parece estar hipnotizado con el evento deportivo, y yo… en la luna.

Hoy, concluí todos mis deberes a eso de las cuatro de la tarde, no había terminado de posar las asentaderas en mi cama para ver la tele un rato, cuando sonó el teléfono. Era mi amiga Loli que desesperada, porque no encontraba el canal que transmitía el partido: Barça contra el Real Madrid en el Camp Nou, me pedía que la acompañara a Altamar, para ver el juego con “Los muchachos”.

Me negué mil veces, pero no hubo argumento que pudiera con la determinación de Loli por lo que finalmente accedí. Ella, contenta por no tener que ir sola al restaurante, me dijo a modo de consuelo: «¡Chica no pongas esa cara! Tú no te preocupes que los jugadores son colirio para los ojos. Durante el juego te refrescas la vista»

Llegamos al restaurante en medio del primer tiempo. Los chicos buscaron sillas, se reacomodaron y nos hicieron sitio en el círculo que habían formado alrededor del televisor. Todos estaban absortos viendo el espectáculo. Yo, como pajarito en grama, me rendí a las redes sociales y me dediqué a ver Facebook en el móvil. No me sirvió de mucho, ya que allí también pululaban los fanáticos y todos los comentarios eran alusivos al juego.

—¿Verdad que son lindos? Me encanta Piqué —me susurró Loli al oído.

—¿Quién? —Pregunté con cara de Neófita.

—¡El novio de Shakira chica! —Miró al techo, hizo un mohín gruñón y preguntó— ¿Y a ti cuál te gusta?

—Ese, el alto de barba, el de uniforme blanco —. Señalé con la boca.

—¿Cuál? — Preguntó otra vez.

—¡Bwin! Exclamé.

La carcajada de Loli fue tan escandalosa, que casi nos sacan del sitio por gritonas.

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Vaya ésta aclaratoria a aquellos que se estén preguntando quién es el fulano Bwin. Les informo, luego de aguantar dos horas de burlas por ignorante, aprendí que se trata del patrocinante del Real Madrid ¡Por eso estampan el nombre de la compañía en las franelas!

Ah! Se me olvidaba, el guapetón que me distrajo durante el juego es Xabi Alonso, pero para mí será siempre el apuesto Bwin.

miércoles, 10 de agosto de 2011

CHÉJOV EN EL CHARAIMA

    En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registra esta anécdota:
"Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida".



     Antonio llevaba cinco años trabajando como lavaplatos en el restaurante Sevillanas de Porlamar. Todos los días bregaba con el pesado turno de la noche y llegaba de madrugada al cuartucho de la pensión donde vivía solo. Agotado y apestoso al amasijo de tufos propio de una tasca, se lavaba la cara y el cuello en una ponchera improvisada y se apresuraba a practicar su ritual favorito.



     Por las noches, antes de acostarse, Antonio se aseguraba de que la puerta estuviese bien cerrada, para luego levantar dos cuadros de losa que escondían un hueco en el suelo y se deleitaba al contar y recontar su tesoro: cinco años de propinas acumuladas en una oxidada lata de galletas holandesas. En esos momentos le brillaban los ojos y, una mueca parecida a media sonrisa, dejaba entrever sus dientes de rata.



     Los días de Antonio se pegaban unos con otros, formando una noria que le imprimía en la cabeza la manía de acumular el dinero. Él no tenía mujeres, ni vicios, ni planes de gastar la plata, tampoco deseos de adquirir objeto alguno, no quería agradar a nadie con regalos; su placer consistía en el mero hecho de acopiar paquitas de billetes y monedas para verlas multiplicarse.



    Antonio también saboreaba imaginando la cara que pondrían «ellos» ─así se refería al reducido grupo de personas con las que coexistía─, si supiesen lo que había en su rincón secreto. Sin embargo, apagaba ese pensamiento de un soplo, cuando los imaginaba también, apropiándose de su dinero.

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     Una noche, mientras limpiaba las mesas, Antonio encontró una ficha del Casino Charaima, se la metió en el bolsillo y al salir de su trabajo, de pasó hacia la pensión, se desvió a la casa de juegos con la intención de cambiarla por dinero metálico para guardar en su lata de galletas.



     El ambiente lo hechizó, la música de las tragamonedas lo llamaba. Antonio intentó resistir el embrujo que lo incitaba a jugar, pero el deseo fue más fuerte que su manía de atesorar plata en el hueco secreto.



     Tomó su ficha con la fuerza de quien pide un deseo, la introdujo en la ranura de la máquina del rincón y tiró de la palanca… las tres ruedas giraron. El siete de la suerte se clavó tres veces y las sirenas anunciaron que Antonio se había sacado el premio gordo. Era el primero en ganar un millón de bolívares fuertes en las maquinitas del casino.
. . . . .

     De regreso a la pensión, los temores de Antonio comenzaron a atacarlo. En la mente del joven, «Ellos» reclamaban trozos de su fortuna. Como una jauría de perros, despedazaban su gran premio. Le pedían, le exigían, le arrancaban pedazos. Antonio corría para escapar de esa manada de demonios pedigüeños que transformados en manos mendigas lo desmembraban y le arrebataban su recién alcanzada riqueza.



     Antonio estaba seguro de que no sólo tratarían de arrebatar el dinero que había ganado, sino que también invadirían su soledad, la soledad que tanto le gustaba aquella que le permitía acumular sus paquitas de plata, mirarlas, acariciarlas y ¿por qué no? hasta quererlas.



      Con todas sus fuerzas intentó buscar una salida, huir de las súplicas que estaba seguro lloverían a partir de ese momento. «Ellos» se enterarían y aún si nadie les contaba la noticia, su cara lo delataría, le arrebatarían su tesoro. Estaba atrapado, había entrado a un camino que no tenía retorno. Nada volvería a ser igual.



     Con la certeza de que no podría compartir su fortuna con «ellos», subió a una silla, amarró una soga a la viga del techo y la enlazó en su cuello.



     Los demonios de la codicia eran voraces, se apuraron a empujarlo del borde de la silla y lo despedazaron.




Final II



     De regreso a la pensión, la impotencia atacó a Antonio. El placer de acumular sus billetitos a cuentagotas, le había sido arrancado de sopetón al ganar todo aquel dinero sin esfuerzo.



     Sin su rutina de hormiga, sin el ritual de sacrificio que le daba sentido a su modo particular de acumular dinero, nada tenía sentido, todo lo contrario, el sentimiento de fracaso implosionó en las entrañas.



     Estaba atrapado, había entrado a un camino que no tenía retorno. Nada volvería a ser igual sin su lata de galletas holandesas.



     Subió a una silla, amarró una soga a la viga del techo, la enlazó en su cuello y saltó.

martes, 9 de agosto de 2011

Obediencia


El eco de su respiración se fundía con los ruidos de la noche. Sólo ojos muy acostumbrados a la oscuridad, hubiesen podido verlo petrificado bajo las sombras del rincón.

Los diablos bailaban frenéticos frente a él. Las miradas satánicas se clavaban en la palidez de su terror y luego se perdían en la penumbra. El espectáculo evocaba a una jauría de perros rabiosos, en trance de cuernos y colmillos. Al ver los demonios dar vueltas a su alrededor y abalanzarse hacia él, se tapó la boca para ahogar un grito de espanto

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Minutos después, el artesano entró con su nueva pieza en las manos y con mucho cuidado, la posó en el suelo junto a las otras máscaras. Era un maestro en el arte de hacerlas, siempre quiso que su hijo aprendiera el oficio y continuara la tradición. Pero el muchacho se negaba. La noche anterior, ya harto de tantos miedos, y muy a su pesar, había terminado por gritarle:

—¡No quiero volver a oírte decir tonterías sobre diablos danzantes! —exclamó furioso— ¡Las máscaras no cobran vida! Aquí en Yare, los varones no lloramos, y mucho menos de miedo. Deberías quedarte un buen rato con ellas, a solas, para que aprendas a ser valiente.

El niño bajó la mirada, se enjugó las lágrimas y respondió: «Sí, papá». Entonces el artesano salió del cuarto, como salía ahora, sin darse cuenta de que en el rincón, encogido y aún con los ojos abiertos, se hallaba el cadáver de su hijo.



Fin