Adviértase que reprimir el llanto es muy doloroso, a veces más que la pena que lo causó.
Hay un momento previo en el que los ojos, lacerados, están a punto de rebosar lágrimas clandestinas que no deben saltar al vacío. Si éstas son contenidas, se transforman en olas negras que implosionan en el alma.
En ese instante la nariz es la siguiente víctima del embate de tristeza líquida. Enrojece anegada de desconsuelo espeso y no tiene otro remedio que sorber el flébil moco.
El brebaje invasor, cada vez más denso, baja por la garganta, se estanca a medio camino y obliga a tragar grueso para embuchar el viscoso tormento y forzarlo al descenso.
Una vez en el pecho, la ola, engendro de caldo funesto, se hincha y crece descomunal; se vuelve tsunami y lo inunda todo. Lo invade todo. Una inspiración desesperada es necesaria para evitar el ahogo.
Entonces el aire reconquista el espacio y obliga a la ola oscura a hundirse profundo en las entrañas. Allí, revuelta en el torrente de veneno líquido, bulle para formar gas ácido que fluye vaporoso de angustia y asciende por el espinazo.
El vidrio de los ojos atrapa el vaho amargo y lo funde en lágrimas. Lágrimas prisioneras de fluir libres. Gotas condenadas a repetir el cruel ciclo del llanto reprimido.
Hay un momento previo en el que los ojos, lacerados, están a punto de rebosar lágrimas clandestinas que no deben saltar al vacío. Si éstas son contenidas, se transforman en olas negras que implosionan en el alma.
En ese instante la nariz es la siguiente víctima del embate de tristeza líquida. Enrojece anegada de desconsuelo espeso y no tiene otro remedio que sorber el flébil moco.
El brebaje invasor, cada vez más denso, baja por la garganta, se estanca a medio camino y obliga a tragar grueso para embuchar el viscoso tormento y forzarlo al descenso.
Una vez en el pecho, la ola, engendro de caldo funesto, se hincha y crece descomunal; se vuelve tsunami y lo inunda todo. Lo invade todo. Una inspiración desesperada es necesaria para evitar el ahogo.
Entonces el aire reconquista el espacio y obliga a la ola oscura a hundirse profundo en las entrañas. Allí, revuelta en el torrente de veneno líquido, bulle para formar gas ácido que fluye vaporoso de angustia y asciende por el espinazo.
El vidrio de los ojos atrapa el vaho amargo y lo funde en lágrimas. Lágrimas prisioneras de fluir libres. Gotas condenadas a repetir el cruel ciclo del llanto reprimido.