miércoles, 11 de noviembre de 2015

Vuelo con mi dragón


     Era de esperarse que el puto Murphy moviera sus hilos maléficos para darme el premio a mí, el único anormal de la escuela de biología al que no le interesaba en lo más mínimo el sorteo del viaje a Indonesia.

     A mi no me gusta socializar, ni montarme en avión, ni las playas, ni la arena; soy un nerd solitario al que todo le molesta, todo le incomoda. Prefiero quedarme en el confort del laboratorio haciendo mis experimentos clandestinos para crear plantitas nuevas, plantitas lindas, espirituosas, poderosas; plantitas genéticamente superiores, cruces psicodélicos de semillas Sativas con Índicas.

     En fin, la Universidad de Oviedo sorteó un taller sobre biodiversidad y conservación que incluía, nada más y nada menos, que un viaje a Indonesia Central, específicamente a la Isla de Komodo.

     Y ahí me encontraba yo, pasando el calor hereje, sudando la gota gorda en medio de la perorata memorizada del guía de la expedición, y con los pies llenos de ampollas por la interminable caminata, a ver si por casualidad, de lejos, le tomábamos una foto al casi extinto dragón. El dragón de Komodo.

     No quise seguir en esa agonía y me quedé atrás para esconderme del sol que se empeñaba en achicharrarme. Saqué un contrabando muy especial que traje escondido en mi cámara fotográfica y, al cabo de tres profundas bocanadas, empecé a relajarme. ¡Vaya si era un genio! Esa era mi mejor creación. La sensación de bienestar era inigualable. Seguí fumando un buen rato.

     A unos metros de mi, ví algo blanco sobresalir de un montículo de tierra. Me acerqué y descubrí que eran huevos, huevos de Dragón de Komodo. Desde niño quise tener un dragón como mascota.

     Escondí uno de los huevos en mi bolsillo y sonreí feliz al imaginar mil detalles que, de seguro, se harían realidad tras incubar mi hallazgo. Empecé de inmediato a tripearme la vida con mi nueva mascota. Es verdad que mi dragón no escupiría fuego, pero sí expelería una lluvia letal de bacterias ¡Qué arma tan poderosa! ¡Lluvia fétida! ¡Putrefacta!

     Los ratones para su comidita me los robaría de la escuela de farmacia. Cuando mi mascota se hiciera grande ya vería qué animales le conseguiría.  Seguro terminaría disputándome los perros callejeros del barrio, con los chinos del restaurante de la esquina.

     Llevaría a mi dragoncito al laboratorio de la universidad en las mañanas y lo dejaría en un matraz gigante de fondo plano para que no se metiera en problemas. Le pondría agüita fresca todos los días en un plato petri, que después del contacto con su boca, se convertiría en una suerte de caleidoscopio de bacterias, cocos y bacilos, con el que nos deleitaríamos por horas descubriendo nuevas cepas bajo el microscopio, y también bajo la influencia cannábica.

     Le di un besito al huevo en señal del amor que le tendría por el resto de mi vida. A estas alturas la psicodelia se había apoderado de él (¿o de mí?), y lo transformó en una suerte de huevo de pascua desfilando en una parada gay.

     Tuve la impresión de que alguien me observaba a través de una cámara lenta y al buscar a mi vigilante oculto, nuestros ojos se encontraron. Como en las películas, a primera vista, me enamoré. Esa mirada insinuante resultó digna de una beldad. Inmensa y hermosa como una diosa de ébano, dio unos pasos hacia mí. Se contoneaba soberbia, con la altivez propia de quien se sabe bella.

     La muy bruja me seducía más y más con su sonrisa de Mona Lisa. Confieso que quedé hechizado con su lengüita viperina. La movía rápido, como queriendo atrapar los cannabinoides del humo que yo exhalaba.

     Le pregunté si quería fumar un poquito. Ella me guiñó un ojo y se mojaba los labios con su lengüita roja, como quien no quiere la cosa. Yo sabía que estaba tentada a tener una experiencia religiosa al estilo rastafari, y no se atrevía a admitirlo. Los hilos de baba que manaban de su linda boquita evidenciaban el deseo que tenía de vacilarse una nota sabrosa conmigo.

     Le di otra bocanada a mi porro y me acerqué con la intención de pasar el humo de mi boca a la suya, para que se le quitara la pena de una buena vez…

     Mi princesauria se transformó: de diva mística pasó a ser monstruo madre. Me atizó un mordisco muy real y poderoso con sus afilados dientes e inyectó caldo virulento en mi sangre.

     Mi muerte fue lenta y muy dolorosa. Hasta que finalmente logré alzar el vuelo en el lomo de mi dragón.

jueves, 29 de octubre de 2015

La piel que habitan…


     Maldecía aquellos momentos en los que, entre sábanas y almohadas, sentía rozar la piel de otro hombre. Cuando lo manoseaban palmas lascivas, húmedas de sudor, con vaho a colonia  de marinero Jean Paul Gaultier, sentía nauseas.

     Aunque se sabía un hombre hermoso, y parecía un verdadero Adonis mezclado con Glenn Ford, no perdía la oportunidad de lamentarse por su terrible suerte: haber sido tatuado en el brazo de un joven homosexual llamado Freddy. El hecho de haber sido elegido como el icono del deseo de su portador y de estar prisionero en esa piel, le quitaba cualquier posibilidad de hacer el amor con una mujer.

     Mil veces había intentado desvanecerse para siempre del brazo de Freddy, pero no había escapatoria, cada vez que  trataba de evaporarse, despertaba en la tienda de tatuajes donde miles de pinchazos veloces, le hacían una nueva y dolorosa transfusión de tinta, devolviéndole la vida.

     Corría el mes de julio, hacía un calor endemoniado y una multitud muy colorida caminaba al ritmo de la música de las carrozas.  Sonaba estrepitosa la canción de Village People, YMCA.  Freddy, caminaba frente a una carroza tapizada de banderas arco iris en plena marcha de orgullo gay, cuando de pronto, al cambiar la posición de sus brazos de YE a EME y luego a CE, tropezó a  una enorme lesbiana de cuyo antebrazo sobresalía como una diosa como Rita Hayworth en Gilda─, la mujer-tatuaje más bella que jamás se viese.

     Era de esperarse que los ojos del hombre-tatuaje se desorbitaran ante el inalcanzable panorama, como lo hiciera el lobo al asechar a Caperucita roja, y por eso, al ver que la lesbiana se alejaba, mordió el brazo de Freddy para obligarlo a saltar y chocar de nuevo con la deidad grabada en el otro brazo.

*   *   *   *

     La lesbiana nunca supo en qué momento desapareció la hermosa diva entintada de la piel de su antebrazo y Freddy enloqueció al ver que su tatuaje no era el mismo de siempre, se había transformado en la imagen de  un hombre y una mujer entrelazados haciendo el amor.

miércoles, 24 de junio de 2015

Breve parábola de equidad


     A mitad de un almuerzo familiar ella tomó su teléfono celular y se distrajo unos  segundos para responder un mensaje de Facebook. De inmediato él acusó  que ella tenía «toda la comida» con el teléfono en la mano y le pidió que lo dejara.

     Ella obedeció de inmediato y apartó el móvil para continuar comiendo.

     Transcurrido un instante, él tomó su teléfono, fotografió su plato,  envío las imágenes a su grupo de Whatsapp. Luego comenzó a chatear en voz alta, como quien se dicta a sí mismo. Presumiblemente, quería recalcar que su uso del teléfono móvil en la mesa, estaba muy justificado debido a la importancia superlativa que tenían sus motivaciones de pedir a su buen amigo: unos mangos.

martes, 14 de octubre de 2014

Llaves sobre la mesa


 
     Cada vez que oía las llaves de su esposo caer sobre la mesa del recibidor, Emma Wakefield sentía una contracción en el vientre. Ese sonido era el recordatorio de que su espacio perfecto, había sido invadido. Era el momento de dejar a un lado su oasis de abstracción, para cumplir con su deber, ponerse la sonrisa de buena esposa y salir a desempeñar el papel que tanto aborrecía.

     No se sentía atraída hacia otros hombres,  tampoco tenía grandes planes dejados de lado en aras de mantener un estado civil aceptado por la sociedad. Su aversión al matrimonio, se debía a  los pequeños límites que, a diez años de su casamiento, se habían ido encadenando entre sí, dejándola  arrinconada e inmóvil para vivir perpetuamente el mismo día, todos los días.

     —Debo partir en el coche nocturno al campo. Vine a buscar mi maletín y mi paraguas —dijo el señor Wakefield apresurado, mientras le colocaba el cobertor de hule a su sombrero y se ponía el abrigo—. No sé cuándo regresaré, puede que me tarde tres o cuatro días. Con seguridad volveré el viernes a la hora de la cena.

     Mientras le daba ambas manos y un beso de despedida, el corazón de Emma latía rápido, anticipando el gozo de unos pocos días de escape a la monotonía y  una dosis de placidez en soledad. Wakefield cerró la puerta tras él para entreabrirla en seguida, dejando asomar una sonrisa, que Emma devolvió gustosa al imaginar la cara de su esposo, helado y azul, dentro de un ataúd, mientras ella, vestida de negro absoluto —velo incluido para disimular el brillo en sus ojos—, recibía las condolencias de sus familiares y amigos en el funeral.

     La noche del viernes había llegado demasiado pronto. Desganada, Emma disponía  la vajilla en la mesa, al tiempo en que se preparaba mentalmente para contar, una a una, las lágrimas de la araña en el techo, mientras Wakefield la martillaba en posición de misionero tras su llegada del campo. Pasadas las diez de la noche, y sin un atisbo de preocupación por la tardanza de su marido,  Emma recogió la cena y agradeció al cielo por el regalo de dormir una noche más, explayada en su lugar favorito: el medio de la cama.

     Continuaron pasando las noches y se tejieron unas con otras para zurcirle a Emma, un manto de paz y de sosiego que hacían que su vida fuese tal como ella siempre la quiso.

     Por las mañanas, tomaba el desayuno en la cama. El jergón comenzaba a hundirse ligeramente en el centro, hecho que lejos de incomodarla, le brindaba el confort de un nido mullido dispuesto a su medida. Esa concavidad en el medio de su cama era el símbolo de su emancipación, de su albedrío, del bienestar que le brindaba una viudez acomodada.

     Daba largas caminatas por la ciudad, por sus parques, por sus plazas. Entraba en las librerías de Londres y pasaba horas absorta sin ansiedades de ningún tipo. Excepto por los momentos en los que la atacaba la última sonrisa de Wakefield ¿Y si no había muerto? ¿Y si regresaba?   

     —¿Le ocurre algo señora? ¿Quiere que llame a su esposo? —preguntó el dependiente de la librería  al verla palidecer.  

     — Estoy bien gracias. Soy viuda — respondió Emma desorientada.

    En dos o tres ocasiones al pasear por la ciudad,  Emma hubiera podido jurar haber visto a su esposo. Era esa, la última sonrisa de su marido, la que salía de entre la multitud y le calaba hasta los huesos en forma de agobio. Eran tan perturbadores esos episodios, que sus mejillas palidecían y en su frente se marcaban los surcos de la ansiedad. Ni siquiera al ir a la iglesia a rogar por la muerte de Wakefield, conseguía apaciguar aquellos ojos que la perseguían sin cesar. En una  oportunidad, el sacristán la había salvado de rodar escaleras abajo, al tomarla por los hombros bajo el atrio del templo, cuando aturdida por el espejismo de la sonrisa hostigadora, estuvo a punto de tropezar.

          Emma Wakefield sintió frío, marcó la página del libro qué leía,  se alisó la falda y se echó  un mantón sobre los hombros.  Salió de su habitación para arrojar un leño a la chimenea. Mientras veía el fuego arder, se sirvió una copa de whiskey y fue hasta el gramófono a poner un disco. Parada frente al fuego, saboreó el buen licor, tomó las puntas del mantón y las envolvió sobre su cuerpo en forma de abrazo, al tiempo que bailaba sola y tarareaba una canción.

      Interrumpida por un eco que veinte años de soledad  no habían logrado borrar de su mente, paró de cantar en seco. Una mueca de espanto se dibujó en la cara de Emma Wakefield cuando oyó las llaves de su esposo caer sobre la mesa del recibidor. Sintió una contracción en el corazón al escuchar el sonido que le anunciaba  que su espacio perfecto, había sido invadido.

    Fin—

sábado, 12 de julio de 2014

La Cita de Andrés Eloy Blanco


Pinar arriba,
pinar abajo,
la nube, el pinar, el viento,
la tarde y yo te esperamos.

¡Cómo tardas!
tú siempre ofreces tempranos
y siempre pagas con tardes.
Me van a crecer los pinos
esperándote.

La próxima vez,
ya sé a qué atenerme;
te voy a hacer esperar
una hora, sola, sola,
para que sepas entonces
cuántos pinos tiene una hora.

Ya se fastidió la nube;
se está lloviendo por dentro.
Eres mala;
a una nube de agua dulce
volverla de agua salada.

La próxima vez,
esperaré a que llueva a chorros;
ya te contará la nube
cómo esperamos nosotros
y nunca sabrás si el agua que te pasó por los labios
te la lloraron las nubes
o te la llovieron los ojos.

Ya se va el viento, diciendo
malas palabras de monte;
ya verás, cuando tú esperes, esperando y solitaria,
te dirá el viento unas cosas que te pondrán colorada.

Ahora se va la tarde;
se le está poniendo oscura la pena de horizonte;
ya verás, cuando estés sola,
y en un adiós de la tarde te quedes sola en la noche.

Se va el pinar, se está yendo
revuelto el verde hasta un negro
que se hace nube y se encoge
y se agavilla y se expande,
verde, negro, verde, gris
y no se va pino a pino,
sino que se hace una cosa
de pinos que va a dormir.

Y yo ¿qué estoy esperando?
ya me voy, solo. Eres mala;
a una tarde, hacerla noche,
a un pinar, hacerlo nube,
a una nube de agua dulce
hacerla de agua salada,
Ya me voy. ¡Pero aquí estás!
¡La tarde está regresando!
¡mira el viento! ¡se ve el viento!
¡la nube está echando lirios!
mira el pinar, cómo viene,
pino a pino, pino a pino…

domingo, 1 de diciembre de 2013

Escena cíclope


 
     Traté de voltear a otra parte. Es de mala educación —por decir lo menos—quedársele viendo fijamente a alguien. Pero no pude, mi mirada se negaba a apartarse de aquella lupa gigante que brillaba fuera de contexto, aquella que magnificaba un ojo envejecido y que hacía lucir al anciano que estaba del otro lado del cristal, como un cíclope mitológico.

     Lo vi desde la distancia y aunque intenté no fisgonear, a medida que me acercaba a las mesas de la panadería, la voz entrometida que vive en mi cabeza se empeñaba en adivinar qué estaba haciendo el viejo, qué lo tenía tan absorto.      

     «¿Estará tasando una joya? ¿De dónde habrá sacado una lupa tan grande? —Me preguntaba, pero en seguida surgía una cadeneta de interrogantes que descartaban mi deducción sherlockholminística— : ¿En una panadería? ¿Con el hampa desatada en Caracas? No, no debe tratarse de una prenda»

     Todas mis expectativas, mis suposiciones y mis inferencias se esfumaron en el momento en que el espejismo se aclaró. Una carcajada hizo que todos voltearan, incluido el ojo del cíclope, quien desvió su atención de  la valiosísima alhaja que inspeccionaba con su estrambótica lupa:

Un mensaje de texto en su teléfono.

martes, 19 de febrero de 2013

No está en la vitrina


     El domingo pasado regresaba de un verdadero banquete literario en Cartagena de Indias.  Había tenido la suerte de poder asistir en primera fila al HAY Festival 2013. El avión hizo escala en el recién renovado aeropuerto  El Dorado en Bogotá y caminaba, junto a mi esposo rumbo al trasbordo que nos llevaría a nuestro destino final: Caracas.

     No prestaba mucha atención a lo que ocurría a mi alrededor pues la conversación era amena, sin embargo, al llegar al primer punto de chequeo  capturó mi ojo  una especie de vitrina llena de objetos: botellas, herramientas, rollos de papel film, cinta adhesiva, tijeras, etc. Me quedé un rato mirando el pequeño aparador, se trataba de un muestrario de objetos prohibidos dentro del equipaje de mano.

     En la siguiente sala se encontraba un segundo punto de chequeo en donde los viajeros debíamos depositar en una cinta móvil el contenido de nuestros bolsillos, carteras, bolsos de mano, etc. Me dirigí a la fila más corta, detrás de unas señoras de mediana edad. Ellas colocaron sus maletines en la cinta y, seguidamente, lo hice yo. 

     Las señoras pasaron bajo el detector de metales. Cuando iba a hacer yo lo mismo, el guardia encargado de observar el monitor de rayos equis, le hizo señas a su compañero para que requisara la maleta de la mujer que me precedía, y ahí me quedé, atascada bajo el detector de metales a modo de testigo involuntario del minucioso examen que se le hizo al equipaje.

     El guardia hacía una pregunta tras otra, al tiempo en que escudriñaba la valija como si fuera un perro antidroga. La señora respondía tímidamente y languidecía a medida que el agente se adentraba en lo profundo de la maleta.

     Los ojos del guardia brillaron, y enseguida supe que había encontrado algo. Por un momento pensé que se trataba de un alijo de estupefacientes, cuando de entre la ropa sacó dos vibradores que exhibió como trofeos, mientras invitaba a sus compañeros uniformados a ver su hallazgo. Entre risas,  el agente sopesó los falos de latex rosado  y le preguntó a la señora, que a estas alturas estaba transparente,  si le «gustaban chiquitos». La señora enmudeció y su amiga intervino, instando al agente a que guardara los vibradores, pero a medida que ambas rogaban por un poco de discreción, el guardia subía el tono de la mofa y del agravio.

     Enardecida ante el vejamen del que estaba siendo objeto la señora, respiré profundo, alcé mi dedo índice y abrí la boca en un intento de abogar por ella. Mi esposo se anticipó a mis intenciones pseudo-legislativas, me tomó del brazo y entre dientes advirtió: «Ni se te ocurra Julieta, ese no es problema tuyo». Tomó sus cosas, las mías y haló de mí, hasta que dejamos atrás  al tribunal inquisidor en pleno.

   Lo único que pude hacer a lo lejos fue proclamar, una y otra vez,  a modo de alegato final, « ¡Objeción! ¡Objeción!,  ¡el vibrador no está en la vitrina de objetos prohibidos! ».