miércoles, 31 de octubre de 2012

Montaña rusa


Allí frente al espejo

Hice lo que  a diario

inventario de canas,

arrugas,

y  manchas.

 

Me pegó de repente

como honda expansiva

de tiempo líquido,

la vejez en la cara

 

Declaré:

Soy vieja

decidí:

Nunca más subiré

a una montaña rusa

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Letras y flores


     A pesar de que su padre era andino, Julia nunca había visitado el Estado Trujillo, por eso, si quería escribir sobre la geografía del lugar, no tendría otro remedio que hacer un viaje a través de Google Earth.

     Frente a ella estaba  el globo terrestre visto desde el satélite. Sólo escribió dos palabras: Trujillo y Venezuela. De pronto comenzó la imagen a acercarse  tan rápidamente que incluso pudo sentir  vértigo en su estómago.

     En sólo segundos la esfera azul se tornó verde,  como si alguien hubiese dejado caer una cámara desde el espacio sideral hacia una montaña cubierta de polvos de  esmeralda.

     Vista desde el cenit, la ciudad de Trujillo parecía una cicatriz de techos rojos que en algún momento había desgarrado el verdor del páramo venezolano para quedarse hendida en el paisaje. A medida que se acercaba al suelo podía ver, con una definición increíble, detalles como las rayas blancas que cosían  las carreteras principales o las copas de los árboles que rodeaban las plazas.

     Como un ánima virtual, sobrevoló la ciudad de Trujillo y sus cercanías, se elevó por los caminos zigzagueantes, se posó como un pájaro sobre el manto de la Virgen de la Paz, planeó hacia el equilibrio asimétrico de los sembradíos aledaños y surcó los cerros, que como una fortaleza de muros frescos, rodeaban la ciudad.

     Estaba maravillada con la belleza de ese rincón andino, pero no era suficiente verlo así, desde la distancia del computador, para poder escribir necesitaba sentir los parajes, olerlos, vivirlos como se hace cuando se toma un puñado de hierba mojada y se inhala profundo para inundar  cada poro del ser con la memoria de ese instante.

     Julia sabía que no podría hacerlo sola, para escribir necesitaba ayuda, por eso le hizo una promesa a la Virgen de la Paz,  a cambio de la gracia de la inspiración hizo el ofrecimiento solemne de dedicarle  sus escritos y de hacer el peregrinaje a su santuario. Cuando Julia estuviese frente a la virgen, se rendiría a sus pies para llevarle letras y flores… Y entonces comenzó a escribir.

Un zoológico en las nubes


     Julia estaba acostada sobre la grama en una ladera del páramo trujillano, apoyaba la cabeza sobre sus manos y mordisqueaba una ramita al tiempo que  miraba el cielo de Niquitao.  Le parecía que no había en el planeta, luz que igualara esas tonalidades extraordinarias, tampoco nubes más sorprendentes que las esparcidas sobre esos parajes.

     Cuando era niña, solía jugar con su hermano a descifrar qué animales se escondían tras las formas blancas. «¡Mira Julia, aquella de allá, es una ovejita!» exclamaba su hermano menor, mientras apuntaba con su pequeño índice, lo que parecía una mota de algodón con cuatro patas.

     Ella encontraba curioso que las siluetas proyectadas en las nubes ese día, no fuesen similares a las típicas ovejas de otros cielos, estas nubes eran distintas, eran intensas, penetrantes, multidimensionales, como si estuviesen vivas. Esa, por ejemplo, parecía un oso, pero podía jurar que llevaba puesto un antifaz. Aquella otra, era un gran águila que intentaba cubrir su calvicie con una suerte de cresta en forma de boina y las mullidas puntas de las alas eran más claras que el resto.

     —¿Será un cóndor? —Rió divertida— Sí, definitivamente se parece a Condorito.

     A lo lejos divisaba lo que lucía como un mapache de hocico alargado, rodeado de nimbos bicolores en la cola. Lo había visto antes en las revistas conservacionistas  de  la posada, era un coatí andino.

     Frente a Julia desfilaban los animales trujillanos convertidos en monumentales nubes. Osos frontinos, lapas, salamandras, pecaríes de collar, venados, gallitos de la sierra, todos esponjosos, todos estampados con mil matices de niebla blanca. Era como si el arca de Noé fuese un nubarrón enclavado en el pezón de La Teta de Niquitao, y ella, Julia, la encargada de hacer el inventario de pasajeros.

     Fascinada ante el espectáculo, quiso tocar los animales para constatar que no soñaba, se levantó y se sacó el tallo de la boca, al hacerlo, se dio cuenta de que no era una ramita común la que tenía entre los labios… lo que había estado masticando  todo ese rato de nubes psicodélicas, era el tallo de un hongo alucinógeno que convirtió el cielo de Niquitao en  zoológico de nubes.

viernes, 6 de julio de 2012

Sólo un quesillo



     Hice un quesillo. Cociné espárragos, preparé salsa holandesa,  arreglé flores,  monté manteles, cubiertos y cristalería. Horneé escargots, rebané  pan y lo dispuse todo junto al queso, al casabe, a las galletas y al jamón serrano.  Lavé platos. Llevé a mi hijo al centro comercial, regresé, lavé más platos. Bajé seis veces a abrir la puerta a otros invitados que seguían llegando.  Otro viaje al centro comercial, esta vez, a buscar al hijo. De vuelta, me enfrenté a una nueva torre de platos. Me despedí de los invitados, recogí las botellas vacías, las copas, la vajilla sucia, las sartenes, las ollas, los ceniceros, lavé la infinita montaña de loza, lo sequé todo, limpié las mesas, barrí los pisos, boté la basura, sacudí los cojines, apagué la música, las luces, estiré mi espalda y finalmente, soplé la última vela.


     Entré a la habitación y te habías quedado dormido con el televisor encendido. Mientras te arropaba recordé cuando me anunciaste que habías invitado a un par de amigos a tomar una botella de vino. Me pediste que cambiara “esa cara” y me aseguraste que te encargarías de todo, me dijiste que no me preocupara, que no tendría que mover ni un dedo, que sólo querías que hiciera… un quesillo.

lunes, 2 de julio de 2012

Chatarra





     Camino a paso lento de vuelta a mi casa. En el suelo veo una tuerca, me detengo y la recojo. Dos pasos más y veo otra, me inclino, la guardo y así voy encontrando arandelas,  tornillos, remaches, y mis bolsillos se llenan de chatarra inservible.

     Me pregunto: ¿Estas piezas serán de algún robot? ¿De qué cabeza habrán caído? 

     Un pensamiento fugaz se filtra en mi mente: quizás fue mi cabeza la que soltó este montón de tuercas, en el camino de... ida.

viernes, 18 de mayo de 2012

Prólogo a una fosa común.

     Esta escena se repetiría demasiadas veces luego de la guerra civil española durante la dictadura de Francisco Franco. Las cárceles, atiborradas de opositores al régimen, eran el prólogo a una fosa común.

Texto basado en una escena de la película La voz dormida de Benito Zambrano.

*   *   *   *

     Los tacones golpeaban el suelo mojado en marcha firme y el eco rebotaba en las paredes. Dos reverendas vestidas con hábitos negros precedían a cuatro carceleras. El grupo se desvanecía en la oscuridad y reaparecía a intervalos bajo la luz de cada lámpara hasta llegar al fondo del corredor. Se abrió un portón de hierro y el grupo entró al recinto.
     A través de la oscuridad de la noche y de los barrotes de una pequeña ventana, podían verse, coronados con rollos de alambre de púas, los muros de la prisión.
     Un coro de voces rezaba: «Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén». Una joven se levantó del rincón para asomarse por encima de decenas de cabezas  arropadas, no sólo por mantas, sino por sombras y oraciones que inundaban la gran celda. La joven susurró llorando «Ya vienen». Entre sollozos y jadeos una de las mujeres se acurrucó en el suelo como queriéndose fundir con el cemento.  Balbuceaba «no puede ser».
      Al otro lado de los barrotes de la celda, religiosas y custodias detuvieron su marcha. La madre superiora dio dos fuertes palmadas y gritó: «Atención internas, la que se vaya nombrando, que salga y haga una fila». Una de las carceleras sacó un cuaderno y leyó en voz alta una lista de nombres, mientras otra, con el manojo de llaves, se dispuso a abrir la reja. «Teresa Blanco Martín, Ángeles Domínguez Torres, Ramona López Díaz, Juana…» Al fondo, rezos.
     La mujer que lloraba encogida en el suelo, preguntó a sus compañeras: «¿Han dicho mi nombre?» Las demás gimieron, algunas se llevaron  las manos a la boca para ahogar los gritos.
     La frente de la mujer se llenó de pliegues, sus cejas se arquearon, el temblor de sus labios se extendió en su rostro. Brillos de luz y lágrimas titilaban en sus ojos. Repetía una y otra vez entre llantos: « ¿Han dicho mi nombre?» y como si fuera cordero, continuó: «Pero si yo no he hecho nada. No he hecho nada. Sólo iba a la casa del club a bailar, yo lo he dicho mil veces, yo no he hecho nada».  
     Jadeaba, Gemía, ahogaba sus lamentos y, mientras lo hacía, sus compañeras la desvestían. Retiraban un sucio suéter de lana oscura. Ella continuaba divagando: «El que tenía el revolver era mi novio, yo sólo iba a bailar, porque me gusta bailar». Sus compañeras la cubrían con una vestidura gris y ella suplicaba: «Déjenme, yo no he hecho nada»  Hizo el intento de ponerse de pie y exclamó: «¡No puedo!  Hortensia no puedo moverme, me he orinado» Rompió a llorar y sus compañeras la ayudaron a levantarse.
     Una vez de pie exclamó: «¡Ay mi madre! ¡Mi pobre madre! Se está quedando sin hijos —Mientras, sus compañeras le colocaban un pesado abrigo—, que alguien le diga a mi madre que la quiero mucho». Lloraba casi histérica. Entonces Hortensia la tomó por la cara y le dijo- «Ángeles, que no te vean llorar, vida mía, no les des ese gusto”. Besó su mejilla, agarró su brazo y la condujo hasta la reja. En el camino, abrazos, manos extendidas y gemidos se despedían de Ángeles.

     Sombras de siluetas humanas tiritaban en la parte baja de un gran paredón blanco. En lo alto, centenares de orificios  oscuros se veían como si fueran el negativo del cielo negro y estrellado que remontaba la noche.
     Los ojos de una docena de condenadas  miraban suplicantes a igual número de soldados,  quienes inmóviles, esperaban la orden para alzar sus armas y abrir fuego.  
      Ángeles, estaba en el medio de la línea de prisioneras con el rostro pálido y contraído en una mueca de horror. Una voz ordenó: «¡Carguen armas!  ¡Apunten!  ¡Fuego! ».
     Los cuerpos se desplomaron unánimes y un oficial se detuvo frente a cada bulto para disparar un último tiro en cada cabeza.
     En la celda, Hortensia miraba hacia la ventana enrejada, quizás había oído la ráfaga del pelotón de fusilamiento, quizás se preguntaba cuándo llegaría su turno.  

Fin

lunes, 12 de marzo de 2012

El bucare de la vida

     El destino no quiso que el viento soplara en dirección a los campos verdes de las haciendas del valle. Depositó, en cambio, una semilla de bucare en lo alto de un risco escarpado de un pueblo trujillano. Fue allí, donde en contra de todo pronóstico, germinó un pequeño árbol que pendía de un acantilado en La Loma de Escuque.
     Se negaba a crecer por  miedo a despeñarse y terminar hecho trizas en el fondo del precipicio. Era un intento desesperado e inútil para evitar que su tamaño y su peso aceleraran la caída.
     Temblaba despavorido cada vez que llovía fuerte, porque los guijarros aflojaban sus raíces, que al ser pequeñas, no encontraban asidero en el inhóspito peñasco.
     Una noche el aguacero fue tan recio, que el pequeño bucare vio su fin cerca. Alzó sus ramas al cielo como quien implora por un cambio de suerte y comenzó a rezar.
—Me hubiera gustado  crecer grande y frondoso para dar sombra a los cafetales —dijo triste el bucare—, en cambio moriré pasmado, sin haber logrado que nadie voltee a verme.
—Todos los seres del mundo son especiales —respondió un trueno que, precedido por un rayo cegador, se clavó al pie del árbol.
—¡No me dejes caer! —rogó el pequeño bucare al tiempo que se inclinaba hacia el abismo. Pero era demasiado tarde, la roca a la que se aferraba, se desplomó.
.   .   .   .   .
     Con las primeras luces del día, un hombre salió a caminar por las sendas que bordeaban La Loma. Era un viejo artesano en busca de madera  apta para sus tallas. A lo lejos, un ramaje salpicado de flores anaranjadas, llamó su atención. Al  acercarse, una sonrisa se fue dibujando en su rostro al tiempo que daba vueltas alrededor de su descubrimiento. Sacó de su mochila una cuerda, enlazó al pequeño bucare y lo arrastró de vuelta a su taller.
     Trabajó con ahínco durante meses. Acanaló hasta dejar al descubierto el alto relieve. Modeló, cinceló, martilló, labró, grabó, acorvó, lijó y talló el tronco del pequeño árbol hasta  que de éste brotó un magnífico niño. Era la creación más perfecta del viejo maestro.
     Una fría tarde de 14 de enero, en medio de los andes trujillanos, mientras un río de gente se acercaba a la iglesia del poblado para venerar al Niño Jesús de Escuque, el viejo artesano pulía su obra. Conmovido por la perfección de su labor, deseó con fervor que la talla que había esculpido se  convirtiera en un niño de verdad... Entonces, de los pequeños ojos del bucare transformado en  crío, nacieron lágrimas de amor.

miércoles, 4 de enero de 2012

Sal

Se aferró a cada letra,



cada palabra,


cada poesía


apretó fuerte los puños


para salvarlas del mar.


Allí, ante sus ojos llovizna,


se convirtieron en sal.