El destino no quiso que el viento soplara en dirección a los campos verdes de las haciendas del valle. Depositó, en cambio, una semilla de bucare en lo alto de un risco escarpado de un pueblo trujillano. Fue allí, donde en contra de todo pronóstico, germinó un pequeño árbol que pendía de un acantilado en La Loma de Escuque.
Se negaba a crecer por miedo a despeñarse y terminar hecho trizas en el fondo del precipicio. Era un intento desesperado e inútil para evitar que su tamaño y su peso aceleraran la caída.
Temblaba despavorido cada vez que llovía fuerte, porque los guijarros aflojaban sus raíces, que al ser pequeñas, no encontraban asidero en el inhóspito peñasco.
Una noche el aguacero fue tan recio, que el pequeño bucare vio su fin cerca. Alzó sus ramas al cielo como quien implora por un cambio de suerte y comenzó a rezar.
—Me hubiera gustado crecer grande y frondoso para dar sombra a los cafetales —dijo triste el bucare—, en cambio moriré pasmado, sin haber logrado que nadie voltee a verme.
—Todos los seres del mundo son especiales —respondió un trueno que, precedido por un rayo cegador, se clavó al pie del árbol.
—¡No me dejes caer! —rogó el pequeño bucare al tiempo que se inclinaba hacia el abismo. Pero era demasiado tarde, la roca a la que se aferraba, se desplomó.
. . . . .
Con las primeras luces del día, un hombre salió a caminar por las sendas que bordeaban La Loma. Era un viejo artesano en busca de madera apta para sus tallas. A lo lejos, un ramaje salpicado de flores anaranjadas, llamó su atención. Al acercarse, una sonrisa se fue dibujando en su rostro al tiempo que daba vueltas alrededor de su descubrimiento. Sacó de su mochila una cuerda, enlazó al pequeño bucare y lo arrastró de vuelta a su taller.
Trabajó con ahínco durante meses. Acanaló hasta dejar al descubierto el alto relieve. Modeló, cinceló, martilló, labró, grabó, acorvó, lijó y talló el tronco del pequeño árbol hasta que de éste brotó un magnífico niño. Era la creación más perfecta del viejo maestro.
Una fría tarde de 14 de enero, en medio de los andes trujillanos, mientras un río de gente se acercaba a la iglesia del poblado para venerar al Niño Jesús de Escuque, el viejo artesano pulía su obra. Conmovido por la perfección de su labor, deseó con fervor que la talla que había esculpido se convirtiera en un niño de verdad... Entonces, de los pequeños ojos del bucare transformado en crío, nacieron lágrimas de amor.