El domingo pasado regresaba de un
verdadero banquete literario en Cartagena de Indias. Había tenido la suerte de poder asistir en
primera fila al HAY Festival 2013. El avión hizo escala en el recién renovado
aeropuerto El Dorado en Bogotá y caminaba,
junto a mi esposo rumbo al trasbordo que nos llevaría a nuestro destino final:
Caracas.
No prestaba mucha atención a lo que
ocurría a mi alrededor pues la conversación era amena, sin embargo, al llegar
al primer punto de chequeo capturó mi
ojo una especie de vitrina llena de objetos:
botellas, herramientas, rollos de papel film, cinta adhesiva, tijeras, etc. Me
quedé un rato mirando el pequeño aparador, se trataba de un muestrario de
objetos prohibidos dentro del equipaje de mano.
En la siguiente sala se encontraba un
segundo punto de chequeo en donde los viajeros debíamos depositar en una cinta
móvil el contenido de nuestros bolsillos, carteras, bolsos de mano, etc. Me dirigí
a la fila más corta, detrás de unas señoras de mediana edad. Ellas colocaron
sus maletines en la cinta y, seguidamente, lo hice yo.
Las señoras pasaron bajo el detector de
metales. Cuando iba a hacer yo lo mismo, el guardia encargado de observar el
monitor de rayos equis, le hizo señas a su compañero para que requisara la
maleta de la mujer que me precedía, y ahí me quedé, atascada bajo el detector
de metales a modo de testigo involuntario del minucioso examen que se le hizo
al equipaje.
El guardia hacía una pregunta tras otra, al
tiempo en que escudriñaba la valija como si fuera un perro antidroga. La señora
respondía tímidamente y languidecía a medida que el agente se adentraba en lo
profundo de la maleta.
Los ojos del guardia brillaron, y
enseguida supe que había encontrado algo. Por un momento pensé que se trataba
de un alijo de estupefacientes, cuando de entre la ropa sacó dos vibradores que
exhibió como trofeos, mientras invitaba a sus compañeros uniformados a ver su
hallazgo. Entre risas, el agente sopesó
los falos de latex rosado y le preguntó
a la señora, que a estas alturas estaba transparente, si le «gustaban
chiquitos». La señora enmudeció y su amiga intervino, instando al agente a
que guardara los vibradores, pero a medida que ambas rogaban por un poco de
discreción, el guardia subía el tono de la mofa y del agravio.
Enardecida ante el vejamen del que estaba
siendo objeto la señora, respiré profundo, alcé mi dedo índice y abrí la boca
en un intento de abogar por ella. Mi esposo se anticipó a mis intenciones
pseudo-legislativas, me tomó del brazo y entre dientes advirtió: «Ni se te ocurra Julieta, ese no es problema
tuyo». Tomó sus cosas, las mías y haló de mí, hasta que dejamos atrás al tribunal inquisidor en pleno.
Lo único que pude hacer a lo lejos fue
proclamar, una y otra vez, a modo de alegato
final, « ¡Objeción! ¡Objeción!, ¡el vibrador no está en la vitrina de objetos
prohibidos! ».