Antonio llevaba cinco años trabajando como lavaplatos en el restaurante Sevillanas de Porlamar. Todos los días bregaba con el pesado turno de la noche y llegaba de madrugada al cuartucho de la pensión donde vivía solo. Agotado y apestoso al amasijo de tufos propio de una tasca, se lavaba la cara y el cuello en una ponchera improvisada y se apresuraba a practicar su ritual favorito.
Por las noches, antes de acostarse, Antonio se aseguraba de que la puerta estuviese bien cerrada para luego levantar dos cuadros de losa que escondían un hueco en el suelo, y se deleitaba al contar y recontar su tesoro: cinco años de propinas acumuladas en una oxidada lata de galletas holandesas. En esos momentos, le brillaban los ojos y una mueca, parecida a media sonrisa, dejaba entrever sus dientes de rata.
Los días de Antonio se pegaban unos con otros, formando una noria que le imprimía en la cabeza la manía de acumular el dinero. Él no tenía mujeres, ni vicios, ni planes de gastar la plata, tampoco deseos de adquirir objeto alguno; no quería agradar a nadie con regalos. Su placer consistía en el mero hecho de acopiar paquitas de billetes y monedas para verlas multiplicarse.
Antonio también saboreaba, imaginando la cara que pondrían «ellos» —así se refería al reducido grupo de personas con las que coexistía— si supiesen lo que había en su rincón secreto. Sin embargo, apagaba ese pensamiento de un soplo cuando los imaginaba también apropiándose de su dinero.
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Una noche, mientras limpiaba las mesas, Antonio encontró una ficha del Casino Charaima. Se la metió en el bolsillo y, al salir de su trabajo, en vez de ir directo a la pensión, se desvió a la casa de juegos con la intención de cambiarla por dinero metálico para guardar en su lata de galletas.
El ambiente lo hechizó; la música de las tragamonedas lo llamaba. Antonio intentó resistir el embrujo que lo incitaba a jugar, pero el deseo fue más fuerte que su manía de atesorar plata en el hueco secreto.
Tomó su ficha con la fuerza de quien pide un deseo, la introdujo en la ranura de la máquina del rincón y tiró de la palanca… Las tres ruedas giraron, el siete de la suerte se clavó tres veces, y las sirenas anunciaron que Antonio se había sacado el premio gordo. Era el primero en ganar un millón de bolívares fuertes en las maquinitas del casino.
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De regreso a la pensión, los temores comenzaron a atacarlo. En la mente del joven, «ellos» reclamaban trozos de su fortuna. Como una jauría de perros, despedazaban su gran premio. Le pedían, le exigían, le arrancaban pedazos. Antonio corría para escapar de esa manada de demonios pedigüeños que, transformados en manos mendigas, lo desmembraban y le arrebataban su recién alcanzada riqueza.
Antonio estaba seguro de que no solo tratarían de arrebatarle el dinero que había ganado, sino que también invadirían su soledad: esa soledad que tanto le gustaba, la que le permitía acumular sus paquitas de plata, mirarlas, acariciarlas y, ¿por qué no?, hasta quererlas.
Con todas sus fuerzas intentó buscar una salida, huir de las súplicas que estaba seguro lloverían a partir de ese momento. «Ellos» se enterarían y, aun si nadie les contaba la noticia, su cara lo delataría; le arrebatarían su tesoro. Estaba atrapado. Había entrado a un camino que no tenía retorno. Nada volvería a ser igual.
Con la certeza de que no podría compartir su fortuna con «ellos», subió a una silla, amarró una soga a la viga del techo y la enlazó en su cuello.
Los demonios de la codicia, voraces, se apuraron a empujarlo del borde de la silla y lo despedazaron.

Muy bueno Julieta, me cautivò la historia de Antonio y su extraña manìa...te confieso que me lo imaginaba como Rico Mc Pato nadando en dinero en una lata de galletas holandesas gigantes.
ResponderEliminarSaludos y gracias por el cuento!
hola. muy bueno. me gusta mas el final II
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