Cada vez que oía las llaves de su esposo
caer sobre la mesa del recibidor, Emma Wakefield sentía una contracción en el vientre.
Ese sonido era el recordatorio de que su espacio perfecto, había sido invadido.
Era el momento de dejar a un lado su oasis de abstracción, para cumplir con su deber,
ponerse la sonrisa de buena esposa y salir a desempeñar el papel que tanto aborrecía.
No se sentía atraída hacia otros hombres, tampoco tenía grandes planes dejados de lado
en aras de mantener un estado civil aceptado por la sociedad. Su aversión al
matrimonio, se debía a los pequeños
límites que, a diez años de su casamiento, se habían ido encadenando entre sí,
dejándola arrinconada e inmóvil para
vivir perpetuamente el mismo día, todos los días.
—Debo partir en el coche nocturno al
campo. Vine a buscar mi maletín y mi paraguas —dijo el señor Wakefield
apresurado, mientras le colocaba el cobertor de hule a su sombrero y se ponía
el abrigo—. No sé cuándo regresaré, puede que me tarde tres o cuatro días. Con
seguridad volveré el viernes a la hora de la cena.
Mientras le daba ambas manos y un beso de
despedida, el corazón de Emma latía rápido, anticipando el gozo de unos pocos
días de escape a la monotonía y una
dosis de placidez en soledad. Wakefield cerró la puerta tras él para
entreabrirla en seguida, dejando asomar una sonrisa, que Emma devolvió gustosa
al imaginar la cara de su esposo, helado y azul, dentro de un ataúd, mientras
ella, vestida de negro absoluto —velo incluido para disimular el brillo en sus
ojos—, recibía las condolencias de sus familiares y amigos en el funeral.
La noche del viernes había llegado
demasiado pronto. Desganada, Emma disponía
la vajilla en la mesa, al tiempo en que se preparaba mentalmente para contar,
una a una, las lágrimas de la araña en el techo, mientras Wakefield la
martillaba en posición de misionero tras su llegada del campo. Pasadas las diez
de la noche, y sin un atisbo de preocupación por la tardanza de su marido, Emma recogió la cena y agradeció al cielo por el
regalo de dormir una noche más, explayada en su lugar favorito: el medio de la
cama.
Continuaron pasando las noches y se
tejieron unas con otras para zurcirle a Emma, un manto de paz y de sosiego que
hacían que su vida fuese tal como ella siempre la quiso.
Por las mañanas, tomaba el desayuno en la
cama. El jergón comenzaba a hundirse ligeramente en el centro, hecho que lejos
de incomodarla, le brindaba el confort de un nido mullido dispuesto a su
medida. Esa concavidad en el medio de su cama era el símbolo de su emancipación,
de su albedrío, del bienestar que le brindaba una viudez acomodada.
Daba largas caminatas por la ciudad, por sus
parques, por sus plazas. Entraba en las librerías de Londres y pasaba horas
absorta sin ansiedades de ningún tipo. Excepto por los momentos en los que la
atacaba la última sonrisa de Wakefield ¿Y si no había muerto? ¿Y si
regresaba?
—¿Le ocurre algo señora? ¿Quiere que llame
a su esposo? —preguntó el dependiente de la librería al verla palidecer.
— Estoy bien gracias. Soy viuda — respondió
Emma desorientada.
En dos o tres ocasiones al pasear por la
ciudad, Emma hubiera podido jurar haber
visto a su esposo. Era esa, la última sonrisa de su marido, la que salía de
entre la multitud y le calaba hasta los huesos en forma de agobio. Eran tan perturbadores
esos episodios, que sus mejillas palidecían y en su frente se marcaban los
surcos de la ansiedad. Ni siquiera al ir a la iglesia a rogar por la muerte de
Wakefield, conseguía apaciguar aquellos ojos que la perseguían sin cesar. En
una oportunidad, el sacristán la había
salvado de rodar escaleras abajo, al tomarla por los hombros bajo el atrio del
templo, cuando aturdida por el espejismo de la sonrisa hostigadora, estuvo a
punto de tropezar.
Emma Wakefield sintió frío, marcó la
página del libro qué leía, se alisó la
falda y se echó un mantón sobre los
hombros. Salió de su habitación para arrojar
un leño a la chimenea. Mientras veía el fuego arder, se sirvió una copa de
whiskey y fue hasta el gramófono a poner un disco. Parada frente al fuego,
saboreó el buen licor, tomó las puntas del mantón y las envolvió sobre su
cuerpo en forma de abrazo, al tiempo que bailaba sola y tarareaba una canción.
Interrumpida por un eco que veinte años
de soledad no habían logrado borrar de
su mente, paró de cantar en seco. Una mueca de espanto se dibujó en la cara de
Emma Wakefield cuando oyó las llaves de su esposo caer sobre la mesa del
recibidor. Sintió una contracción en el corazón al escuchar el sonido que le
anunciaba que su espacio perfecto, había
sido invadido.
— Fin—
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