Cada vez que oía las llaves de mi esposo caer sobre la mesa del recibidor, sentía una contracción en el vientre. Ese sonido era mi señal de alerta: mi espacio perfecto había sido invadido. Tenía que cerrar el libro, borrar el rastro de paz de mi rostro, ponerme la sonrisa matrimonial y salir a representar mi papel. El de la buena esposa.
No odiaba a mi marido, no deseaba a otro hombre ni suspiraba por oportunidades perdidas. Lo que no soportaba era esta condena perpetua a la repetición: los días idénticos, los silencios domesticados, la coreografía monótona del matrimonio. Me asfixiaban las pequeñas renuncias que se fueron acumulando durante diez años hasta encadenarme al tedio.
—Debo partir esta noche al campo. Vine por el maletín y el paraguas —me dijo aquel martes, mientras colocaba el cobertor de hule a su sombrero—. No sé cuándo volveré. Tal vez en tres o cuatro días. Con seguridad, el viernes para la cena.
Me besó ambas manos antes de marcharse. En cuanto oí cerrarse la puerta, mi corazón latía con una euforia difícil de disimular. Iba a estar sola. Libre. Me permití imaginarlo muerto. Imaginé el ataúd, su rostro helado, azulado, inmóvil. Me vi recibiendo condolencias, vestida de negro absoluto, con velo incluido… para disimular el brillo en los ojos.
El viernes llegó demasiado pronto. Puse la mesa sin entusiasmo, mientras me preparaba mentalmente para soportar el ritual de siempre: contar, una por una, las lágrimas de la araña del techo, mientras él me penetraba con parsimonia victoriana. Pero las diez dieron y él no llegó. No me inquieté. Recogí la cena en silencio y me acosté explayada en el centro de la cama, mi lugar favorito del universo.
Pasaron más noches. Luego semanas. Y yo, feliz.
Tomaba el desayuno en la cama, con el libro aún abierto sobre las sábanas. El colchón comenzaba a hundirse justo en el medio, y esa hendidura me hacía sentir como en un nido hecho a mi medida. Aquel hueco era mi emblema, mi victoria: la evidencia corpórea de una viudez cómoda, dulce y absolutamente mía.
Caminaba por la ciudad sin dar explicaciones, paseaba por plazas y librerías. No existía ansiedad en mí. Sólo en los breves momentos en que recordaba su última sonrisa.
Esa sonrisa. La que asomó por la puerta antes de irse. ¿Y si no había muerto? ¿Y si estaba por ahí, acechando?
Una tarde, en una librería, me descompensé. Sentí un sudor frío y una ráfaga de pánico.
—¿Está usted bien, señora? ¿Quiere que llame a su esposo? —preguntó un dependiente.
—Estoy bien —respondí, con más seguridad de la que sentía—. Soy viuda.
A veces lo veía. O creía verlo. En un parque, en un tranvía, en un reflejo fugaz. Siempre esa sonrisa, flotando entre la multitud como un anzuelo, como una amenaza. En la iglesia, ni siquiera arrodillada frente a una vela, podía evitar que se me helara el alma. Una vez, el sacristán me agarró justo a tiempo. Estuve a punto de rodar por las escaleras del atrio, confundida por aquella cara que no dejaba de perseguirme.
Esa noche hacía frío. Marqué la página de mi libro, me puse el mantón sobre los hombros y salí a echar un leño al fuego. Me serví una copa de whisky, puse un disco en el gramófono. Tarareaba, bailaba sola, envuelta en mí misma, en mi vida al fin mía.
Y entonces, ocurrió.
Un sonido.
Aquel sonido.
Las llaves de mi esposo cayendo sobre la mesa del recibidor.
Un espasmo me partió el pecho en dos.
Supe, antes de voltear, que mi espacio perfecto acababa de ser invadido.
- Fin-
Versión original publicada el 15 de octubre de 2014
Versión revisada en primera persona 24 de agosto de 2025

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