martes, 14 de octubre de 2014

Llaves sobre la mesa


 
     Cada vez que oía las llaves de su esposo caer sobre la mesa del recibidor, Emma Wakefield sentía una contracción en el vientre. Ese sonido era el recordatorio de que su espacio perfecto, había sido invadido. Era el momento de dejar a un lado su oasis de abstracción, para cumplir con su deber, ponerse la sonrisa de buena esposa y salir a desempeñar el papel que tanto aborrecía.

     No se sentía atraída hacia otros hombres,  tampoco tenía grandes planes dejados de lado en aras de mantener un estado civil aceptado por la sociedad. Su aversión al matrimonio, se debía a  los pequeños límites que, a diez años de su casamiento, se habían ido encadenando entre sí, dejándola  arrinconada e inmóvil para vivir perpetuamente el mismo día, todos los días.

     —Debo partir en el coche nocturno al campo. Vine a buscar mi maletín y mi paraguas —dijo el señor Wakefield apresurado, mientras le colocaba el cobertor de hule a su sombrero y se ponía el abrigo—. No sé cuándo regresaré, puede que me tarde tres o cuatro días. Con seguridad volveré el viernes a la hora de la cena.

     Mientras le daba ambas manos y un beso de despedida, el corazón de Emma latía rápido, anticipando el gozo de unos pocos días de escape a la monotonía y  una dosis de placidez en soledad. Wakefield cerró la puerta tras él para entreabrirla en seguida, dejando asomar una sonrisa, que Emma devolvió gustosa al imaginar la cara de su esposo, helado y azul, dentro de un ataúd, mientras ella, vestida de negro absoluto —velo incluido para disimular el brillo en sus ojos—, recibía las condolencias de sus familiares y amigos en el funeral.

     La noche del viernes había llegado demasiado pronto. Desganada, Emma disponía  la vajilla en la mesa, al tiempo en que se preparaba mentalmente para contar, una a una, las lágrimas de la araña en el techo, mientras Wakefield la martillaba en posición de misionero tras su llegada del campo. Pasadas las diez de la noche, y sin un atisbo de preocupación por la tardanza de su marido,  Emma recogió la cena y agradeció al cielo por el regalo de dormir una noche más, explayada en su lugar favorito: el medio de la cama.

     Continuaron pasando las noches y se tejieron unas con otras para zurcirle a Emma, un manto de paz y de sosiego que hacían que su vida fuese tal como ella siempre la quiso.

     Por las mañanas, tomaba el desayuno en la cama. El jergón comenzaba a hundirse ligeramente en el centro, hecho que lejos de incomodarla, le brindaba el confort de un nido mullido dispuesto a su medida. Esa concavidad en el medio de su cama era el símbolo de su emancipación, de su albedrío, del bienestar que le brindaba una viudez acomodada.

     Daba largas caminatas por la ciudad, por sus parques, por sus plazas. Entraba en las librerías de Londres y pasaba horas absorta sin ansiedades de ningún tipo. Excepto por los momentos en los que la atacaba la última sonrisa de Wakefield ¿Y si no había muerto? ¿Y si regresaba?   

     —¿Le ocurre algo señora? ¿Quiere que llame a su esposo? —preguntó el dependiente de la librería  al verla palidecer.  

     — Estoy bien gracias. Soy viuda — respondió Emma desorientada.

    En dos o tres ocasiones al pasear por la ciudad,  Emma hubiera podido jurar haber visto a su esposo. Era esa, la última sonrisa de su marido, la que salía de entre la multitud y le calaba hasta los huesos en forma de agobio. Eran tan perturbadores esos episodios, que sus mejillas palidecían y en su frente se marcaban los surcos de la ansiedad. Ni siquiera al ir a la iglesia a rogar por la muerte de Wakefield, conseguía apaciguar aquellos ojos que la perseguían sin cesar. En una  oportunidad, el sacristán la había salvado de rodar escaleras abajo, al tomarla por los hombros bajo el atrio del templo, cuando aturdida por el espejismo de la sonrisa hostigadora, estuvo a punto de tropezar.

          Emma Wakefield sintió frío, marcó la página del libro qué leía,  se alisó la falda y se echó  un mantón sobre los hombros.  Salió de su habitación para arrojar un leño a la chimenea. Mientras veía el fuego arder, se sirvió una copa de whiskey y fue hasta el gramófono a poner un disco. Parada frente al fuego, saboreó el buen licor, tomó las puntas del mantón y las envolvió sobre su cuerpo en forma de abrazo, al tiempo que bailaba sola y tarareaba una canción.

      Interrumpida por un eco que veinte años de soledad  no habían logrado borrar de su mente, paró de cantar en seco. Una mueca de espanto se dibujó en la cara de Emma Wakefield cuando oyó las llaves de su esposo caer sobre la mesa del recibidor. Sintió una contracción en el corazón al escuchar el sonido que le anunciaba  que su espacio perfecto, había sido invadido.

    Fin—

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