Traté de voltear a otra parte. En serio lo intenté. Porque, aunque uno no siempre lo recuerde, quedarse mirando fijamente a alguien —con o sin excusa— sigue siendo de mala educación. Pero mis ojos no obedecieron. Se aferraron a aquella imagen descontextualizada, absurda, casi mitológica: un anciano tras un cristal sostenía una lupa tan descomunal que no agrandaba un detalle, lo devoraba entero. Su ojo, visto a través de ese artefacto, ya no era humano: era un solo ojo inmenso, orondo, flotante. Un cíclope.
Lo observé desde lejos, de reojo. Pero mientras me acercaba a las mesas de la panadería, la voz entrometida que tengo en la cabeza —esa que hace conjeturas como si le pagaran— empezó a maquinar:
¿Qué está haciendo este señor? ¿Qué lo tiene tan absorto, tan rendido ante ese ojo electrónico de aumento?
«¿Estará tasando una joya heredada?», pensé, mientras me inventaba la escena: el testamento de una tía misteriosa, un zafiro escondido en una empanada, una promesa de juventud… Pero la lógica, como siempre, vino a arruinarlo todo.
—¿Una joya en plena panadería?
—¿Con lupa gigante y todo?
—¿En Caracas, con el hampa libre y armada hasta los dientes?
—No, no tiene sentido.
Mientras me debatía entre la sospecha de un diamante y la posibilidad de que el viejo fuera un coleccionista de estampillas perdidas en panes campesinos, ocurrió la revelación: la imagen se aclaró.
No era una joya.
Era su teléfono.
¡El hombre estaba usando una lupa para inspeccionar su celular con atención quirúrgica! no era una joya, ni un testamento, ni un mapa del tesoro... sino un mensaje de texto.
Una carcajada se me escapó antes de que pudiera tragármela. Todos voltearon. También él. El cíclope giró su único y gigantesco ojo hacia mí, con dignidad intacta, como diciendo:
“Ríete, pero espérate a que te llegue la presbicia”.

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