Traté de voltear a otra parte. Es de mala
educación —por decir lo menos—quedársele viendo fijamente a alguien. Pero no
pude, mi mirada se negaba a apartarse de aquella lupa gigante que brillaba
fuera de contexto, aquella que magnificaba un ojo envejecido y que hacía lucir
al anciano que estaba del otro lado del cristal, como un cíclope mitológico.
Lo vi desde la distancia y aunque intenté
no fisgonear, a medida que me acercaba a las mesas de la panadería, la voz
entrometida que vive en mi cabeza se empeñaba en adivinar qué estaba haciendo
el viejo, qué lo tenía tan absorto.
«¿Estará tasando
una joya? ¿De dónde habrá sacado una lupa tan grande? —Me preguntaba, pero en seguida
surgía una cadeneta de interrogantes que descartaban mi deducción sherlockholminística— : ¿En una panadería? ¿Con el hampa desatada
en Caracas? No, no debe tratarse de una prenda»
Todas mis expectativas, mis suposiciones y
mis inferencias se esfumaron en el momento en que el espejismo se aclaró. Una
carcajada hizo que todos voltearan, incluido el ojo del cíclope, quien desvió
su atención de la valiosísima alhaja que
inspeccionaba con su estrambótica lupa:
Un mensaje de texto en su
teléfono.
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