miércoles, 24 de junio de 2015

Breve parábola de equidad


A mitad del almuerzo familiar, ella tomó su teléfono y, casi sin mirar, deslizó el dedo sobre la pantalla. Fue sólo un instante, apenas lo justo para responder un mensaje anodino de Facebook, pero suficiente para que él la fulminara con la mirada.

—Tienes toda la comida con el teléfono en la mano —dijo, haciendo énfasis en el "toda", como si aquello resumiera una vida entera de irrespetos y descortesías—. Deja eso, por favor.

Ella obedeció con la docilidad de quien ya conoce el precio de resistirse. Apagó la pantalla y dejó el móvil a un lado del plato, como si fuese un cubierto sucio.

Pasaron apenas unos bocados antes de que él, con teatralidad, sacara su propio teléfono. Lo sostuvo como quien empuña una cámara Leica en un campo de batalla. Enmarcó su plato, lo fotografió con esmero —ángulo cenital, buena luz natural—, y con un par de toques, envió las imágenes a su grupo de WhatsApp.

—¡Miren esto! —anunció en voz alta, como si la mesa entera esperara el parte de guerra—. Arroz con pollo de verdad. No ese que venden por ahí.

Luego, sin disimulo alguno, comenzó a chatear. Pero no en silencio, no: lo hacía dictándose a sí mismo, hilando palabras entre bocados, como si cada sílaba fuera un diamante que no podía esperar a ser compartido.

—Dile a tu mamá que están dulcísimos, que son de hilacha... Sí, ¿me puedes guardar unos cinco? O seis, si todavía están bajitos.

Ella lo miró. No dijo nada. No levantó ceja, no frunció el entrecejo. Solo se llevó otra cucharada de arroz a la boca y masticó con lentitud. En su rostro no había ironía, ni resignación, ni siquiera sorpresa.

Solo la confirmación, muda y absoluta, de que algunos hombres creen que el uso del teléfono en la mesa puede dividirse en dos categorías: el de los demás —siempre frívolo, molesto, innecesario—, y el propio —que, por supuesto, tiene la noble misión de coordinar la entrega urgente de mangos maduros.

Versión original 24 de junio de 2015
Versión revisada 24 de agosto de 2025

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