Esta escena se repetiría demasiadas veces
luego de la guerra civil española durante la dictadura de Francisco Franco. Las
cárceles, atiborradas de opositores al régimen, eran el prólogo a una fosa común.
Texto basado en una escena de la película La voz dormida de Benito Zambrano.
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Los tacones golpeaban el suelo mojado en
marcha firme y el eco rebotaba en las paredes. Dos reverendas vestidas con
hábitos negros precedían a cuatro carceleras. El grupo se desvanecía en la
oscuridad y reaparecía a intervalos bajo la luz de cada lámpara hasta llegar al
fondo del corredor. Se abrió un portón de hierro y el grupo entró al recinto.
A través de la oscuridad de la noche y de
los barrotes de una pequeña ventana, podían verse, coronados con rollos de alambre
de púas, los muros de la prisión.
Un coro de voces rezaba: «Santa María, madre de Dios, ruega por
nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén». Una joven
se levantó del rincón para asomarse por encima de decenas de cabezas arropadas, no sólo por mantas, sino por sombras
y oraciones que inundaban la gran celda. La joven susurró llorando «Ya vienen». Entre sollozos y jadeos una
de las mujeres se acurrucó en el suelo como queriéndose fundir con el cemento. Balbuceaba «no puede ser».
Al
otro lado de los barrotes de la celda, religiosas y custodias detuvieron su
marcha. La madre superiora dio dos fuertes palmadas y gritó: «Atención internas, la que se vaya nombrando,
que salga y haga una fila». Una de las carceleras sacó un cuaderno y leyó
en voz alta una lista de nombres, mientras otra, con el manojo de llaves, se dispuso
a abrir la reja. «Teresa Blanco Martín,
Ángeles Domínguez Torres, Ramona López Díaz, Juana…» Al fondo, rezos.
La mujer que lloraba encogida en el suelo,
preguntó a sus compañeras: «¿Han dicho mi
nombre?» Las demás gimieron, algunas se llevaron las manos a la boca para ahogar los gritos.
La frente de la mujer se llenó de
pliegues, sus cejas se arquearon, el temblor de sus labios se extendió en su
rostro. Brillos de luz y lágrimas titilaban en sus ojos. Repetía una y otra vez
entre llantos: « ¿Han dicho mi nombre?» y
como si fuera cordero, continuó: «Pero si
yo no he hecho nada. No he hecho nada. Sólo iba a la casa del club a bailar, yo
lo he dicho mil veces, yo no he hecho nada».
Jadeaba, Gemía, ahogaba sus lamentos y,
mientras lo hacía, sus compañeras la desvestían. Retiraban un sucio suéter de
lana oscura. Ella continuaba divagando: «El
que tenía el revolver era mi novio, yo sólo iba a bailar, porque me gusta
bailar». Sus compañeras la cubrían con una vestidura gris y ella suplicaba:
«Déjenme, yo no he hecho nada» Hizo el intento de ponerse de pie y exclamó: «¡No puedo! Hortensia no puedo moverme, me he orinado» Rompió
a llorar y sus compañeras la ayudaron a levantarse.
Una vez de pie exclamó: «¡Ay mi madre! ¡Mi pobre madre! Se está
quedando sin hijos —Mientras, sus compañeras le colocaban un pesado abrigo—,
que alguien le diga a mi madre que la
quiero mucho». Lloraba casi histérica. Entonces Hortensia la tomó por la
cara y le dijo- «Ángeles, que no te vean
llorar, vida mía, no les des ese gusto”. Besó su mejilla, agarró su brazo y
la condujo hasta la reja. En el camino, abrazos, manos extendidas y gemidos se
despedían de Ángeles.
Sombras de siluetas humanas tiritaban en
la parte baja de un gran paredón blanco. En lo alto, centenares de
orificios oscuros se veían como si
fueran el negativo del cielo negro y estrellado que remontaba la noche.
Los ojos de una docena de condenadas miraban suplicantes a igual número de
soldados, quienes inmóviles, esperaban
la orden para alzar sus armas y abrir fuego.
Ángeles, estaba en el medio de la línea
de prisioneras con el rostro pálido y contraído en una mueca de horror. Una voz
ordenó: «¡Carguen armas! ¡Apunten! ¡Fuego! ».
Los cuerpos se
desplomaron unánimes y un oficial se detuvo frente a cada bulto para disparar
un último tiro en cada cabeza.
En la celda, Hortensia miraba hacia la
ventana enrejada, quizás había oído la ráfaga del pelotón de fusilamiento,
quizás se preguntaba cuándo llegaría su turno.
─ Fin ─