Hice un quesillo. Cociné espárragos,
preparé salsa holandesa, arreglé
flores, monté manteles, cubiertos y cristalería.
Horneé escargots, rebané pan y lo dispuse
todo junto al queso, al casabe, a las galletas y al jamón serrano. Lavé platos. Llevé a mi hijo al centro
comercial, regresé, lavé más platos. Bajé seis veces a abrir la puerta a otros invitados
que seguían llegando. Otro viaje al
centro comercial, esta vez, a buscar al hijo. De vuelta, me enfrenté a una
nueva torre de platos. Me despedí de los invitados, recogí las botellas vacías,
las copas, la vajilla sucia, las sartenes, las ollas, los ceniceros, lavé la
infinita montaña de loza, lo sequé todo, limpié las mesas, barrí los pisos,
boté la basura, sacudí los cojines, apagué la música, las luces, estiré mi
espalda y finalmente, soplé la última vela.
Entré a la habitación y te habías quedado
dormido con el televisor encendido. Mientras te arropaba recordé cuando me
anunciaste que habías invitado a un par de amigos a tomar una botella de vino. Me
pediste que cambiara “esa cara” y me aseguraste que te encargarías de todo, me
dijiste que no me preocupara, que no tendría que mover ni un dedo, que sólo
querías que hiciera… un quesillo.