viernes, 25 de julio de 2025

Donde bailan las nubes


   



   En un rincón alto de Galicia, donde las colinas besan el cielo y la lluvia canta himnos antiguos sobre los prados, una muchacha miraba por la ventana del autobús como quien descubre el mundo por primera vez.

   Sus ojos no eran simples ojos: eran brújulas del alma, capaces de detenerse en un corazón blanco flotando entre las nubes y lanzarle flechas de asombro. Las nubes, que para otros eran sólo vapor pasajero, para ella eran países, castillos, felinos místicos… Venezuela con el Esequibo incluido —como debe ser—, un gato en postura de oráculo, una fortaleza de infancia.

   Ella no sabía si existían otros ojos capaces de ver lo mismo. Tal vez, en algún rincón del planeta, otro ser humano lloraba conmovido por el mismo tono verde milagro que pintaba los campos gallegos. Tal vez alguien más se estremecía al ver esas cortinas de lluvia a lo lejos, como velos que cubrían la tierra con amor maternal.

   Comparaba —sin buscar competir—. Frailejones de su memoria, erguidos como guardianes en los Andes, con los arbustos gallegos cuyo nombre le era ajeno pero cuyo perfume reconocía con el corazón. Veía árboles amarillos y pensaba en los araguaneyes, aquellos soles de Caracas que estallan cada marzo en plena sequía, como una rebelión floral.

   El autobús avanzaba por caminos curvos, como si bailara una danza antigua entre montañas y pueblos de piedra. Y en su mente, Venezuela y Galicia entrelazaban las manos y bailaban una gaita suave, una melodía que no conocía fronteras.

   El sueño la fue envolviendo, como una niebla dulce. En su pecho, dos tierras se abrazaban, dos cielos se confundían, y las nubes —esas nómadas del alma— le prometían que el hogar no siempre es un lugar, sino una mirada.

   Y así, con los párpados cerrados y el alma abierta, se quedó dormida. Allá afuera, el mundo seguía girando, pero dentro de ella… ya todo había encontrado su sitio.

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