domingo, 24 de agosto de 2025

Letras y flores


Aunque su padre era andino, Julia nunca había pisado el suelo de Trujillo. Lo conocía apenas por relatos lejanos, retazos de infancia ajena, y nombres que resonaban con acento de neblina: Jajó, Boconó, Niquitao, Escuque…
Sin embargo, si pretendía escribir sobre ese rincón del país, tendría que hacerlo desde la distancia, y su única brújula posible era Google Earth.

Escribió “Trujillo, Venezuela” en la barra de búsqueda. El planeta giró y luego se precipitó en picada.
La imagen descendía con tal rapidez que un leve vértigo le agitó el estómago, como si su cuerpo hubiera olvidado que seguía anclado al suelo.
En un parpadeo, el azul del globo se transformó en un tapiz verde de texturas irregulares: el relieve del páramo, cubierto con polvos de esmeralda.

Desde esa vista cenital, la ciudad de Trujillo parecía una cicatriz rojiza, cosida con tejados de barro que rompían el manto vegetal para henderse como una herida antigua, incrustada entre las montañas.

Julia descendió más.
Como un ánima digital, sobrevoló los contornos de la ciudad, planeó sobre las plazas frondosas, rozó con la mirada las líneas blancas que remendaban las carreteras, los árboles que escoltaban las calles, los techos coloniales como fragmentos de historia detenida.
Se alzó de nuevo, serpenteó por caminos que cortaban la montaña como venas, y se posó como un ave extasiada sobre el hombro de la Virgen de la Paz. Desde allí, el mundo era un puñado de valles dormidos, sembradíos que trepaban las laderas con geometría asimétrica, montes cubiertos de un silencio fresco.

Quedó maravillada.
Pero también insatisfecha.

No bastaba con verlo así, a través del vidrio frío de la pantalla. Para escribirlo de verdad, para sentirlo y contarlo, necesitaba oler la tierra, mojarse los pies con el rocío del amanecer, escuchar los grillos entre la neblina, acariciar la humedad de una hoja recién caída, llevarse al pecho un puñado de hierba mojada y aspirar su esencia hasta tatuarse el alma con la memoria de ese instante.

Entonces, entendió que no estaba sola.
Que escribir era también un acto de fe.

Le hizo una promesa a la Virgen de la Paz. A cambio de la gracia de la inspiración, le ofreció sus letras. Le prometió letras y flores. Le juró que iría hasta ella, que haría el peregrinaje, que la vería de frente, inmensa y serena, y se rendiría a sus pies con cuaderno en mano.

Y así fue como, entre los ecos de esa promesa, Julia comenzó a escribir.
No desde el teclado.
Desde el alma.

Versión original 26 de septiembre de 2012
Versión revisada 24 de agosto de 2025

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