miércoles, 26 de septiembre de 2012

Letras y flores


     A pesar de que su padre era andino, Julia nunca había visitado el Estado Trujillo, por eso, si quería escribir sobre la geografía del lugar, no tendría otro remedio que hacer un viaje a través de Google Earth.

     Frente a ella estaba  el globo terrestre visto desde el satélite. Sólo escribió dos palabras: Trujillo y Venezuela. De pronto comenzó la imagen a acercarse  tan rápidamente que incluso pudo sentir  vértigo en su estómago.

     En sólo segundos la esfera azul se tornó verde,  como si alguien hubiese dejado caer una cámara desde el espacio sideral hacia una montaña cubierta de polvos de  esmeralda.

     Vista desde el cenit, la ciudad de Trujillo parecía una cicatriz de techos rojos que en algún momento había desgarrado el verdor del páramo venezolano para quedarse hendida en el paisaje. A medida que se acercaba al suelo podía ver, con una definición increíble, detalles como las rayas blancas que cosían  las carreteras principales o las copas de los árboles que rodeaban las plazas.

     Como un ánima virtual, sobrevoló la ciudad de Trujillo y sus cercanías, se elevó por los caminos zigzagueantes, se posó como un pájaro sobre el manto de la Virgen de la Paz, planeó hacia el equilibrio asimétrico de los sembradíos aledaños y surcó los cerros, que como una fortaleza de muros frescos, rodeaban la ciudad.

     Estaba maravillada con la belleza de ese rincón andino, pero no era suficiente verlo así, desde la distancia del computador, para poder escribir necesitaba sentir los parajes, olerlos, vivirlos como se hace cuando se toma un puñado de hierba mojada y se inhala profundo para inundar  cada poro del ser con la memoria de ese instante.

     Julia sabía que no podría hacerlo sola, para escribir necesitaba ayuda, por eso le hizo una promesa a la Virgen de la Paz,  a cambio de la gracia de la inspiración hizo el ofrecimiento solemne de dedicarle  sus escritos y de hacer el peregrinaje a su santuario. Cuando Julia estuviese frente a la virgen, se rendiría a sus pies para llevarle letras y flores… Y entonces comenzó a escribir.

Un zoológico en las nubes


     Julia estaba acostada sobre la grama en una ladera del páramo trujillano, apoyaba la cabeza sobre sus manos y mordisqueaba una ramita al tiempo que  miraba el cielo de Niquitao.  Le parecía que no había en el planeta, luz que igualara esas tonalidades extraordinarias, tampoco nubes más sorprendentes que las esparcidas sobre esos parajes.

     Cuando era niña, solía jugar con su hermano a descifrar qué animales se escondían tras las formas blancas. «¡Mira Julia, aquella de allá, es una ovejita!» exclamaba su hermano menor, mientras apuntaba con su pequeño índice, lo que parecía una mota de algodón con cuatro patas.

     Ella encontraba curioso que las siluetas proyectadas en las nubes ese día, no fuesen similares a las típicas ovejas de otros cielos, estas nubes eran distintas, eran intensas, penetrantes, multidimensionales, como si estuviesen vivas. Esa, por ejemplo, parecía un oso, pero podía jurar que llevaba puesto un antifaz. Aquella otra, era un gran águila que intentaba cubrir su calvicie con una suerte de cresta en forma de boina y las mullidas puntas de las alas eran más claras que el resto.

     —¿Será un cóndor? —Rió divertida— Sí, definitivamente se parece a Condorito.

     A lo lejos divisaba lo que lucía como un mapache de hocico alargado, rodeado de nimbos bicolores en la cola. Lo había visto antes en las revistas conservacionistas  de  la posada, era un coatí andino.

     Frente a Julia desfilaban los animales trujillanos convertidos en monumentales nubes. Osos frontinos, lapas, salamandras, pecaríes de collar, venados, gallitos de la sierra, todos esponjosos, todos estampados con mil matices de niebla blanca. Era como si el arca de Noé fuese un nubarrón enclavado en el pezón de La Teta de Niquitao, y ella, Julia, la encargada de hacer el inventario de pasajeros.

     Fascinada ante el espectáculo, quiso tocar los animales para constatar que no soñaba, se levantó y se sacó el tallo de la boca, al hacerlo, se dio cuenta de que no era una ramita común la que tenía entre los labios… lo que había estado masticando  todo ese rato de nubes psicodélicas, era el tallo de un hongo alucinógeno que convirtió el cielo de Niquitao en  zoológico de nubes.