domingo, 24 de agosto de 2025

Un zoológico en el cielo de Niquitao


Julia yacía sobre la grama húmeda de una ladera del páramo trujillano. Con los codos hundidos en la tierra blanda, apoyaba la cabeza sobre las palmas abiertas y mordisqueaba distraídamente una ramita, mientras su mirada se perdía en la vastedad del cielo de Niquitao.

No había, pensaba, luz en el planeta que pudiera compararse con la de aquel rincón de mundo. Era una luz líquida, casi sagrada, que lo bañaba todo con una tibieza etérea. Tampoco había nubes como esas: esparcidas, sí, pero no inertes; eran formas vivas, espumas en movimiento, criaturas del aire que desfilaban como si supieran que alguien las observaba desde abajo con ojos asombrados.

Recordó entonces los juegos de infancia con su hermano menor. Ambos, tendidos boca arriba sobre alguna colina, intentaban descifrar qué bestias se ocultaban en la espuma del cielo.
—¡Mira Julia! ¡Esa de allá es una ovejita! —gritaba él, señalando con su pequeño dedo lo que a él le parecía una mota de algodón con patas.
Y ella reía, aunque en realidad veía un dragón o una tortuga o un barco con velas de azúcar.

Pero estas nubes… estas eran distintas. No eran las figuras blandas y borrosas de la infancia. Eran intensas, tridimensionales, casi táctiles. Vivían. Palpitaban. Se disfrazaban.
Una de ellas, por ejemplo, parecía un oso —eso estaba claro—, pero no cualquier oso. Llevaba antifaz, como un forajido juguetón. Más allá, flotaba un ave majestuosa que intentaba ocultar su calvicie con una especie de boina blanca.
—¿Será un cóndor? —musitó Julia, entre risas— Sí, definitivamente se parece a Condorito.

El cielo entero se había transformado en una pasarela aérea donde los animales del páramo desfilaban vestidos de niebla. Un mapache de hocico alargado —un coatí andino, reconoció ella de las revistas de la posada— se movía entre nimbos de dos tonos. Osos frontinos, lapas sigilosas, salamandras de trémulos contornos, pecaríes de collar, venados sutiles, gallitos de la sierra con plumajes vaporosos. Todos parecían recién liberados del pincel de algún dios juguetón.

Julia los contaba, los nombraba en silencio. Era como si el arca de Noé se hubiese soltado en lo alto de La Teta de Niquitao y ella, única testigo del prodigio, tuviera la tarea sagrada de hacer el inventario.

Fascinada, quiso tocarlos. Comprobar que no soñaba. Se incorporó, sacándose de la boca el tallo que había estado mordiendo.

Solo entonces, al ver su forma retorcida, al sentir el sabor amargo aún en la lengua, comprendió que no era una simple ramita lo que había estado masticando. No.

Era el tallo de un hongo.

Y fue así como el cielo de Niquitao se convirtió, por obra del azar y de la psilocibina, en un zoológico de nubes que solo ella pudo ver.

Versión original 26 de septiembre de 2012
Versión revisada 24 de agosto de 2025

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