Julia estaba acostada sobre la grama en
una ladera del páramo trujillano, apoyaba la cabeza sobre sus manos y
mordisqueaba una ramita al tiempo que miraba
el cielo de Niquitao. Le parecía que no
había en el planeta, luz que igualara esas tonalidades extraordinarias, tampoco
nubes más sorprendentes que las esparcidas sobre esos parajes.
Cuando era niña, solía jugar con su
hermano a descifrar qué animales se escondían tras las formas blancas. «¡Mira
Julia, aquella de allá, es una ovejita!» exclamaba su hermano menor, mientras
apuntaba con su pequeño índice, lo que parecía una mota de algodón con cuatro
patas.
Ella encontraba curioso que las siluetas proyectadas
en las nubes ese día, no fuesen similares a las típicas ovejas de otros cielos,
estas nubes eran distintas, eran intensas, penetrantes, multidimensionales,
como si estuviesen vivas. Esa, por ejemplo, parecía un oso, pero podía jurar
que llevaba puesto un antifaz. Aquella otra, era un gran águila que intentaba
cubrir su calvicie con una suerte de cresta en forma de boina y las mullidas puntas
de las alas eran más claras que el resto.
—¿Será un cóndor? —Rió divertida— Sí,
definitivamente se parece a Condorito.
A lo lejos divisaba lo que lucía como un
mapache de hocico alargado, rodeado de nimbos bicolores en la cola. Lo había
visto antes en las revistas conservacionistas de la
posada, era un coatí andino.
Frente a Julia desfilaban los animales
trujillanos convertidos en monumentales nubes. Osos frontinos, lapas, salamandras,
pecaríes de collar, venados, gallitos de la sierra, todos esponjosos, todos estampados
con mil matices de niebla blanca. Era como si el arca de Noé fuese un nubarrón
enclavado en el pezón de La Teta de Niquitao,
y ella, Julia, la encargada de hacer el inventario de pasajeros.
Fascinada ante el espectáculo, quiso tocar
los animales para constatar que no soñaba, se levantó y se sacó el tallo de la
boca, al hacerlo, se dio cuenta de que no era una ramita común la que tenía
entre los labios… lo que había estado masticando todo ese rato de nubes psicodélicas, era el
tallo de un hongo alucinógeno que convirtió el cielo de Niquitao en zoológico de nubes.
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