domingo, 1 de diciembre de 2013

Escena cíclope


 

Traté de voltear a otra parte. En serio lo intenté. Porque, aunque uno no siempre lo recuerde, quedarse mirando fijamente a alguien —con o sin excusa— sigue siendo de mala educación. Pero mis ojos no obedecieron. Se aferraron a aquella imagen descontextualizada, absurda, casi mitológica: un anciano tras un cristal sostenía una lupa tan descomunal que no agrandaba un detalle, lo devoraba entero. Su ojo, visto a través de ese artefacto, ya no era humano: era un solo ojo inmenso, orondo, flotante. Un cíclope.

Lo observé desde lejos, de reojo. Pero mientras me acercaba a las mesas de la panadería, la voz entrometida que tengo en la cabeza —esa que hace conjeturas como si le pagaran— empezó a maquinar:
¿Qué está haciendo este señor? ¿Qué lo tiene tan absorto, tan rendido ante ese ojo electrónico de aumento?

«¿Estará tasando una joya heredada?», pensé, mientras me inventaba la escena: el testamento de una tía misteriosa, un zafiro escondido en una empanada, una promesa de juventud… Pero la lógica, como siempre, vino a arruinarlo todo.

—¿Una joya en plena panadería?
—¿Con lupa gigante y todo?
—¿En Caracas, con el hampa libre y armada hasta los dientes?
—No, no tiene sentido.

Mientras me debatía entre la sospecha de un diamante y la posibilidad de que el viejo fuera un coleccionista de estampillas perdidas en panes campesinos, ocurrió la revelación: la imagen se aclaró.

No era una joya.

Era su teléfono.
¡El hombre estaba usando una lupa para inspeccionar su celular con atención quirúrgica! no era una joya, ni un testamento, ni un mapa del tesoro... sino un mensaje de texto.

Una carcajada se me escapó antes de que pudiera tragármela. Todos voltearon. También él. El cíclope giró su único y gigantesco ojo  hacia mí, con dignidad intacta, como diciendo:
“Ríete, pero espérate a que te llegue la presbicia”.

martes, 19 de febrero de 2013

No está en la vitrina


El domingo pasado regresaba de un banquete literario digno de dioses y editores: el HAY Festival en Cartagena de Indias. Iba flotando, digamos, en una nube de versos, reflexiones lúcidas y acentos castellanos que se me habían colado entre los poros. Mi esposo y yo hacíamos escala en el flamante aeropuerto El Dorado, en Bogotá, rumbo a nuestro destino final: Caracas.

Caminábamos absortos en conversación, entre pasillos relucientes y Duty Frees tentadores, cuando me topé con una vitrina que detuvo mi paso y mi habla. Un pequeño museo del absurdo: rollos de cinta adhesiva, tijeras, papel film, desodorantes tamaño familiar, una plancha de pelo y, cómo no, un martillo. Todos objetos claramente peligrosísimos a bordo de un avión, y merecedores de ser exhibidos como armas de destrucción masiva.

Avanzamos hacia el siguiente punto de control. Allí, en el altar del detector de metales, tocaba el ritual: bolsos, monedas, celulares, y la dignidad, todo sobre la cinta. Me ubiqué detrás de dos señoras de mediana edad, turistas discretas. Colocaron sus maletas, yo las mías. Ellas pasaron por el arco. Iba a hacerlo yo, cuando el agente de seguridad, que vigilaba los rayos equis con una seriedad de neurocirujano, hizo una seña a su compañero. Que abriera la maleta de la primera señora.

Y así quedé yo, detenida en medio del detector, como testigo privilegiada —o secuestrada— de la escena.

El agente procedió a un cateo tan exhaustivo que parecía buscar el Santo Grial entre las camisas. La mujer, cada vez más pálida, respondía con monosílabos a las preguntas del uniformado, que husmeaba con fervor casi místico. Hasta que... lo encontró.

Sus ojos se iluminaron con el destello de una epifanía: de entre la ropa sacó dos vibradores rosados, como si fuesen joyas contrabandeadas desde Sodoma y Gomorra. Los alzó con teatralidad obscena y, como quien encuentra una reliquia, comenzó a reír a carcajadas. Invitó a sus compañeros al festín visual. "¿Le gustan chiquitos, señora?", preguntó, agitando los objetos con sorna. La mujer, ya en trance de evaporación, no supo qué decir. Su amiga intervino, con la voz temblorosa, suplicando que guardaran eso, que por favor no la humillaran más.

Pero el agente, henchido de testosterona y poder de repisa de pasillo, no se detuvo. Cuanto más rogaban las mujeres, más alto era su volumen, su chiste, su falta de vergüenza.

Indignada, sentí que el alma se me subía al dedo índice. Abrí la boca, dispuesta a interpelar a aquel tribunal de la infamia. Pero mi esposo, previendo el incendio diplomático que estaba por desatarse, me sujetó el brazo con firmeza y dijo entre dientes:
—Ni se te ocurra, Julieta. Ese no es tu problema.

Y ahí me quedé, arrastrada por el brazo y la cordura ajena, viendo cómo se desvanecía en la distancia esa escena digna de Kafka con libido.

Lo único que pude hacer —lo juro— fue proclamar, a modo de juicio final, mientras me alejaba con los zapatos en una mano y la furia en la otra:

—¡Objeción! ¡Objeción! ¡El vibrador no está en la vitrina de objetos prohibidos!

Versión original 19 de febrero de 2013
Versión revisada 24 de agosto de 2025