sábado, 26 de julio de 2025

Notas para un país en penumbra


Julia despertó con la sensación incómoda de haber pasado la noche conversando con alguien invisible. En su cabeza aún resonaban voces, ecos de una reunión secreta, como si un comité clandestino hubiera deliberado toda la madrugada sobre el futuro del país desde la repisa de su cuarto.

—¿Otra vez soñando con teorías conspirativas? —le preguntó su reflejo, medio borroso en el espejo empañado.

Desde hacía meses, Julia tenía la certeza de que algo andaba muy mal. No como siempre —que ya era costumbre—, sino peor. Algo más profundo, más siniestro. Se lo decía a sus amigas del trabajo y solo recibía emojis de risa y resignación. “Ay chica, tú lo que estás es viendo muchas series.” Pero Julia no veía series. No tenía luz.

La electricidad era la nueva protagonista del drama nacional. Un personaje caprichoso que llegaba sin anunciarse y se iba cuando más falta hacía. El país entero se había convertido en un ensayo fallido de teatro experimental: una obra a oscuras, sin guión, sin luces, sin aplausos. Y sin derecho al descanso.

—Hay que ahorrar energía —decían las autoridades—. Por el bien común.

Ella se preguntaba qué había pasado con el agua. No hacía tanto que todos vivían obsesionados con la escasez. Cargaban tobos, almacenaban en botellas recicladas, rezaban por una ducha. Ahora, como por arte de magia, el agua había dejado de ser problema. Volvía por las tuberías como si nada, como si jamás hubiese desaparecido. Pero nadie parecía notarlo. Ni siquiera hablaban del tema. Como si hubieran sido hipnotizados colectivamente.

Y eso era lo que más la inquietaba: que nadie más oliera el gato encerrado. Porque Julia olía uno. Un gato grande, gordo, con aliento a cortina de humo.

—¿Será que me estoy volviendo loca? —se preguntó una tarde en que se bañaba a oscuras, con la linterna del celular encajada entre los dientes.

Entonces comenzó a escribir. Lo hacía en servilletas, en papeles de recibo, en la parte de atrás de los panfletos del supermercado. Frases sueltas, preguntas sin respuesta, mapas mentales sobre la lógica del absurdo. Tituló su libreta secreta Manual para sobrevivir al delirio institucional.

Al principio, pensó que su tarea era inútil. Pero un día, encontró una nota extraña pegada en su ventana:

"También lo huelo. No estás sola. Sigue escribiendo."

Desde entonces, Julia dejó de temerle a sus voces. Las escuchaba con más atención. A veces, incluso, les respondía.

—¿Ustedes también recuerdan cuando el problema era el agua?

—Sí —le susurraban—. Pero ahora la atención debe estar aquí. En la luz. Mañana quizás sea el aire.

Y Julia escribía.

Por si alguien más despertaba un día, con la sospecha incómoda de estar viviendo en un espejismo cuidadosamente diseñado.

Original publicado 23 de abril 2010
Versión revisada 26 de julio 2025

Entrenando mi músculo literario.

La profesora dijo:
—Para escribir solo hace falta escribir. Todos los días. Sin excusas. La inspiración es una consecuencia, no un requisito.

Acto seguido, nos puso la tarea de abrir un blog y actualizarlo a diario.

Yo, motivada, abrí uno.
Le puse título, foto de perfil y hasta una frase de Cortázar que no entendía del todo.

Escribí mi primer post con entusiasmo, derramando dudas existenciales, promesas de disciplina, y la esperanza de que algún “musito” me tomara de la mano.

Lo publiqué.

Volví al día siguiente a cumplir con la rutina.
Y vi que mi único lector era yo.

Me dejé un comentario.
“¡Bravo! ¡Prometedor comienzo!”

Nunca más actualicé el blog.
Pero ese músculo… bueno, al menos hizo un estiramiento.

Publicación original: 23 de abril 2010
versión revisada: 26 de julio 2025

¡No quiero ver estrellas!


—¡Ayyy! ¡El dolor es terrible! ¡Ahí viene otra vez! ¡No creo poder soportarlo! —gimoteaba yo, agarrada a la camilla como si estuviera pariendo trillizos.

—Tranquila, esta es la peor parte —dijo la cosmetóloga, con la misma voz que usan los verdugos antes del hachazo.

Respiré profundo, cerré los ojos y me dije: “Por favor... es solo una limpieza de cutis. Ni que te estuvieran arrancando el alma por los poros.”

Lloré. Silenciosa y digna.

Horas después, ya en casa, Diego me mira fijamente y pregunta con genuina preocupación:

—Mami… ¿tienes lechina?

Original publicado 23 de abril 2010
Versión revisada 26 de julio 2025

viernes, 25 de julio de 2025

Donde bailan las nubes


   



   En un rincón alto de Galicia, donde las colinas besan el cielo y la lluvia canta himnos antiguos sobre los prados, una muchacha miraba por la ventana del autobús como quien descubre el mundo por primera vez.

   Sus ojos no eran simples ojos: eran brújulas del alma, capaces de detenerse en un corazón blanco flotando entre las nubes y lanzarle flechas de asombro. Las nubes, que para otros eran sólo vapor pasajero, para ella eran países, castillos, felinos místicos… Venezuela con el Esequibo incluido —como debe ser—, un gato en postura de oráculo, una fortaleza de infancia.

   Ella no sabía si existían otros ojos capaces de ver lo mismo. Tal vez, en algún rincón del planeta, otro ser humano lloraba conmovido por el mismo tono verde milagro que pintaba los campos gallegos. Tal vez alguien más se estremecía al ver esas cortinas de lluvia a lo lejos, como velos que cubrían la tierra con amor maternal.

   Comparaba —sin buscar competir—. Frailejones de su memoria, erguidos como guardianes en los Andes, con los arbustos gallegos cuyo nombre le era ajeno pero cuyo perfume reconocía con el corazón. Veía árboles amarillos y pensaba en los araguaneyes, aquellos soles de Caracas que estallan cada marzo en plena sequía, como una rebelión floral.

   El autobús avanzaba por caminos curvos, como si bailara una danza antigua entre montañas y pueblos de piedra. Y en su mente, Venezuela y Galicia entrelazaban las manos y bailaban una gaita suave, una melodía que no conocía fronteras.

   El sueño la fue envolviendo, como una niebla dulce. En su pecho, dos tierras se abrazaban, dos cielos se confundían, y las nubes —esas nómadas del alma— le prometían que el hogar no siempre es un lugar, sino una mirada.

   Y así, con los párpados cerrados y el alma abierta, se quedó dormida. Allá afuera, el mundo seguía girando, pero dentro de ella… ya todo había encontrado su sitio.

El mundo que pediste

   


Qué hermoso es el mundo que imaginas para Bebé. Un lugar suave, construido con palabras dulces y días sin prisa. Pero no lo soñaste sola. Cuando la voz se te quebró y pediste ayuda —en plural, sin manual, sin advertencia—, apareció un coro de mujeres. No preguntaron por qué. Solo supieron que había un niño y una madre que no debía dejar de ser también creadora.

   Y entonces, tejieron turnos invisibles, desplazaron rutinas, silenciaron sus propios cansancios para cuidar a Bebé con manos de abuela y ternura de hermana. Lo arroparon como se arropa a un hijo propio, porque sabían —como solo sabe quien ha sido madre o ha amado a una— que cuando cuidan a tu hijo, también te están salvando a ti.
   Pero ese mundo también tiene esquinas afiladas. Entre el amor compartido y las tareas suspendidas, se colaron zarpas inmerecidas, palabras que mordieron sin razón, como si la ternura ajena irritara a quienes nunca supieron darla.

   Y aun así, en medio de todo, Bebé crece querido. Su madre, un poco más entera, y el coro de mujeres tristes y desoladas por el golpe injusto. Pero de pie, como siempre, porque cuando se tiene un hijo, se tienen todos los hijos del mundo.