lunes, 26 de julio de 2010

Natación como condición…

Ayer, mientras escribía un post en el que mencionaba a John Harvard, se me vino a la mente un cuento peculiar que escuché años atrás, durante una visita a la Universidad de Harvard. Recordé los detalles con esa mezcla de asombro y sospecha que suele acompañar a las buenas historias. Lamentablemente —como ocurre con tantas joyas orales— resultó ser una leyenda urbana… pero es tan interesante, que igual la comparto.

La historia comienza en Cambridge, Massachusetts, durante la graduación de mi hermano. Nos hacía el típico recorrido turístico por el campus, mostrándonos los sitios emblemáticos con ese aire de “yo ya pertenezco aquí”. Fue al llegar a la imponente Biblioteca Widener que nos soltó el relato, con la solemnidad de quien comparte un secreto institucional.

Según él, Eleanor Elkins Widener, heredera de una de las grandes fortunas de principios del siglo XX, viajaba en el Titanic con su esposo y su hijo Harry. Como tantas otras mujeres de clase alta, fue subida a uno de los pocos botes salvavidas, mientras su esposo y su hijo quedaron atrás, resignados al destino que les tocaba.

Devastada por la pérdida de su hijo, Harry —egresado de Harvard y amante apasionado de los libros—, Eleanor hizo una donación astronómica a la universidad para construir una biblioteca en su memoria. Pero aquí viene lo más singular: impuso una condición. Exigió que, para graduarse de Harvard, todo estudiante debía aprobar un examen de natación.

La razón, según ella, era simple y brutalmente lógica: si su hijo hubiera sabido nadar, tal vez habría sobrevivido al naufragio.

¡Claro! Y si hubiera sabido hibernar, también podría haber resistido la hipotermia del Atlántico Norte. Pero los detalles no arruinan la belleza del gesto: una madre intentando proteger a futuras generaciones con las herramientas que tenía a mano… o al menos con las que Harvard estaba dispuesta a negociar.

Con los años, esta historia ha circulado en versiones adaptadas en otras universidades, cambiando nombres y destinos de los fondos, pero conservando la esencia melodramática y filantrópica.

Y aunque no se sepa con certeza si Eleanor realmente impuso la cláusula del examen acuático, lo cierto es que las universidades —algunas, no todas— sí han tomado muy en serio eso de saber nadar.

¿Pruebas? El mismísimo Dr. Mortimer Adler, que escribió más de treinta libros, fue profesor y parte de la junta editorial de la Enciclopedia Británica, no obtuvo su título de pregrado en la Universidad de Columbia en 1923 porque… sí, adivinaste: reprobó el examen de natación.

Así que ya lo sabes. Puedes escribir tratados, fundar revistas, incluso descubrir una vacuna… pero si no flotas, no hay diploma.

     ¿Verdad o ficción?... No importa. ¡A nadar todo el mundo!

sábado, 24 de julio de 2010

Nunca es triste la verdad...

Confieso que llevo días, semanas… ok, meses, con la musa metida en un búnker subterráneo, abrazada a un extintor y negándose a salir sin garantías laborales. Hoy, harta de su actitud sindicalista, decidí mirarme al espejo y darme dos cachetadas (nivel telenovela venezolana, pero sin la banda sonora). A ver si, con suerte, reanimo alguna neurona literaria dormida.

¿Por qué tanta urgencia creativa? Porque el Guari-french —ese miembro ilustre de nuestro club literario, mezcla de crítico literario y cheerleader de autoras bloqueadas— me exigió contenido. Y como soy débil ante los desafíos y peor aún ante la presión amistosa, decidí hacer un experimento científico con el rigor de una receta de cocina de abuela: repetir el ritual que me llevó a escribir esas Crónicas Marcianas que tanto le gustaron.

Paso 1: Quedarme sola en casa.
Paso 2: Descorchar un buen tinto chileno.
Paso 3: Música que inspire.
Paso 4: Consultar al oráculo: un cangrejo inmortal que vive dentro de mi cabeza (con acento gallego).
Paso 5: Prender a Delia, mi laptop con alma de narradora frustrada.

Check, check, check. Y más check que planilla de supermercado.

Mi hijo menor está ocupado con su amigo Bruno, bajo la tutela de un niñero recién llegado de Cambridge, Massachusetts. Lo cual suena sofisticado… hasta que uno recuerda que en realidad se fue de intercambio porque confundió “literatura comparada” con “competencia de memes”. Igual, tiene acento y eso da paz.
Mi hija mayor, que está en plena etapa “mamá-me-da-cringe”, se fue con su padre al cine. Lo cual es perfecto: él hace muchas preguntas por segundo y ella, en cambio, me ignora con talento olímpico.

Media copa más tarde, Serrat empezó a fluir por las bocinas. Joan, ese trovador divino que dice verdades con voz de terciopelo y puñal.
Y fue en ese trance, entre un sorbo y otro, cuando el crustáceo eterno (que en otra vida debió ser editor de Borges) dictó el tema:
“Nunca es triste la verdad… lo que no tiene es remedio.”

Y ahí lo tienes. Una verdad tan contundente como la resaca que vendrá mañana.
Algunos afirman que sólo la muerte no tiene remedio. Otros, que la verdad también es incurable. Yo, después de dos copas y una epifanía con olor a roble, declaro lo siguiente:

La verdad, como el vino: mientras más tiempo pasa, más fuerte pega.

Porque sí, la verdad no mata, pero deja moretones. No arde como el tequila, pero raspa como el silencio. Y no se puede tapar con un dedo, ni con dos, ni con diez… aunque estén bien pintados y lleven anillos de motivación.

Sinceramente suya,
Julieta Capuleto, sobreviviente del bloqueo creativo y bebedora funcional en nombre del arte.

Versión original 25 de julio 2010
Versión revisada 29 de julio 2025

viernes, 16 de julio de 2010

Quinientos cuarenta y cinco días…

Tanto le quería…
que tardé en aprender
a olvidarle, quinientos cuarenta y cinco días…
y sus respectivas noches.


viernes, 9 de julio de 2010

Colores verdaderos


Haz el bien sin esperar nada a cambio…

Más fácil de decir, que de hacer (como todo en la vida).
Casi siempre falla uno en la parte de no esperar nada a cambio. Persistentemente se espera ser correspondido, sobre todo si se ha dado lo mejor, con el mayor cariño del mundo… pero tarde o temprano… la vida se encarga de tomarte por el cuello y atizarte una hostia… de esas que te deja la nariz roja como un payaso… el ego amoratado…y el ánimo azul…