jueves, 16 de septiembre de 2010

Una paella muy especial.

El abuelo llegó desde Canarias, con el salitre aún en la piel y un acento de viento y volcán. La abuela, margariteña de pura cepa, era todo dulzor de cocotero y temple de mujer isleña. Juntos sembraron raíces en un paraíso al que llaman la pequeña Venecia: tierra de canales, soles reverberantes y atardeceres que saben a ron con mango maduro.

Tuvieron cinco hijos que corrieron descalzos entre palmeras y atunes, hijos que crecieron oliendo a mar y a leña, hijos que entendieron muy pronto que la sangre no une tanto como una buena comida hecha con amor.

Porque allí, en ese patio de tierra apisonada, bajo el viejo árbol, se cocinaba la ceremonia más sagrada de todas: la paella.
No cualquier paella. Una digna de epopeyas familiares.
Mariscos recién pescados, ajíes rojos como promesas cumplidas, arroz dorado de paciencia y humo. Todo removido con cucharones de madera y respeto. La leña chispeando secretos. Las manos curtidas de la abuela llevando el compás.
Así se cocía, año tras año, el ritual que tatuaba en las almas el verdadero sabor de la fraternidad.

Cada hijo, en su momento, tuvo que probarse. Una prueba sin palabras, una ceremonia no escrita: ponerse frente al fuego, tomar el mando del caldero y demostrar que la sangre también sabe cocinar.
Uno a uno, con sudor en la frente y orgullo en la cuchara, fueron heredando la receta sagrada.

Y fue entonces cuando uno de ellos —el más indómito, el más curioso, el más irreverente— decidió que las tradiciones también se pueden honrar desde la rebeldía.
Y así, en su debut oficial ante el fuego, mientras sus hermanos cuchicheaban con escepticismo y las tías se santiguaban por lo bajo, el joven paellero añadió su toque secreto.

En lugar de perejil…
Una hierba distinta. De verdes profundos. De aroma denso y promesas misteriosas.
Una prima lejana de las sativas.

La paella se cocinó.
Y con ella, los ánimos.

Nadie dijo nada al principio. Pero al tercer bocado, los ojos se abrieron más de la cuenta, las sonrisas se soltaron como olas, las carcajadas se tejieron entre cucharadas generosas.
Los hermanos —inicialmente escandalizados— se hallaron hablando de poesía. Las tías, de juventud. La abuela tarareaba sin saber por qué. Y el abuelo... el abuelo simplemente murmuró, entre risas suaves:
—Este muchacho está tocado por los dioses… o por algo más.

Fue unánime el veredicto.
Los tenedores de oro, los premios gastronómicos, las estrellas Michelin... no podían igualar la experiencia que aquel hijo había servido en el plato y en el alma de los suyos.

Había trascendido la receta. Había convertido la tradición en magia.
La paella no solo sabía a mar y leña: ahora sabía a libertad, a revelación, a vuelo.

Y así fue coronado, entre aplausos, carcajadas y miradas brillantes, como el indiscutible Rey de las Paellas.
Un rey con delantal y alma libre.
Un alquimista del arroz.
Un poeta del paladar.





Publicado 2010
versión revisada 16 de septiembre de 2025

martes, 14 de septiembre de 2010

Bucket list


El jueves murió una de mis compañeras del Taller de Escritura Creativa. Lo supe por casualidad, como se enteran las noticias tristes: sin previo aviso, como un susurro que corta el aire. Tenía un blog, discreto pero entrañable, donde compartía retazos de su vida, pensamientos sueltos, reflexiones, y algo que me conmovió profundamente: su bucket list. Esa lista íntima de cosas que uno desea hacer antes de patear el balde. Ella la llamaba así, con humor y ternura.

Me quedé mirándola largo rato. Línea por línea.
Y entonces me cayó encima la tristeza, no sólo por su partida, sino por la incertidumbre de cuántos de esos sueños alcanzó a cumplir. Me dolió imaginar que quizás dejó pendientes deseos que le daban sentido a sus días.

Esa noche no pude dormir. Pensé en ella, en sus letras, en los jueves de taller compartidos. Y también pensé en mí. En cómo los días se deslizan entre los dedos, se acumulan en semanas, se convierten en años… y uno ni se entera. Pensé que yo no tengo una lista. No la he hecho. Nunca me detuve a escribirla.

Y si no la escribo, ¿cómo empiezo a cumplirla?

Así que aquí va. No sé si es definitiva, ni si tiene sentido para alguien más que yo. Pero es un comienzo. Un recordatorio. Un mapa, aunque sea dibujado con crayones.

  • Ordeñar una vaca. Sentir la vida correr entre las manos.

  • Sentarme en un torno de cerámica mientras suena “Unchained Melody” de los Righteous Brothers, como en esa escena inmortal del cine que aún me hace suspirar.

  • Viajar en un crucero. Por el Báltico, si el viento es amable.

  • Conocer Estambul. Caminar donde se cruzan los mundos.

  • Hacer el Camino de Santiago. Porque a veces se necesita caminar para poder volver a uno mismo.

  • Ir a una vendimia. Embriagarme con el aroma de las uvas y las risas del campo.

  • Visitar un asentamiento indígena. Aprender desde la raíz.

  • Ver un parto natural. Ser testigo del milagro, de la fuerza cruda de la vida.

  • Hacer cima tras escalar una montaña. Un cerro pequeño basta, si el corazón late con orgullo.

  • Escribir un libro. Porque las palabras salvan.

  • Hacer una excursión en kayak. Sentir el agua, el vaivén, la libertad.

  • Comer el gusano después de una botella de mezcal. Porque la locura también se brinda.

  • Hacer un paseo por la Ruta 66. Con la carretera ardiendo bajo el sol y buena música a todo volumen.

  • Manejar un descapotable. Que el viento me despeine las dudas.

  • Ir a la Gran Sabana. Porque hay lugares que uno necesita ver con sus propios ojos para creer que existen.

La muerte de mi compañera me sacudió. Pero también me despertó.
Este es mi intento de no dejar que los días se me escurran sin más.
Una lista. Un acto de fe.

Un recordatorio de que vivir… es urgente. 

Versión original 14 de septiembre 2010

Versión revisada 24 de agosto 2025

viernes, 3 de septiembre de 2010

Do not disturb.

Te imagino trotando junto al mar.

El iPod ceñido a tu brazo derecho, como una prótesis tecnológica que bombea música en vez de sangre. Llevas los lentes oscuros, no por el sol —que ya se va—, sino para ocultar el leve temblor de nostalgia que aún tiñe tu mirada. Ese dejo inconfundible de los que extrañan su tierra, su idioma, su sombra original.

Vas cruzando el ocaso.
Una silueta contra un cielo encarnado.
El sol se inclina hacia el mar como un gigante extenuado dispuesto a zambullirse en su lecho salado.

Tu perro jadea. Lo imagino fiel, pegado a tu ritmo, lengua afuera, víctima y testigo del calor costero. Acompaña tu soledad como si la comprendiera, como si también la llevara en sus patas.

En tus oídos suena Bach —sí, puedo oírlo contigo—: el preludio de la Suite No. 1, en cello, tocado por Yo-Yo Ma. Cada nota parece dictar el compás de tus pasos. La música, tus pies y tu corazón laten al unísono, como una coreografía secreta que sólo tú conoces.

Huelo el mar en ti.
Y el sudor.
Y ese perfume que sólo los cuerpos vivos emiten cuando se vacían corriendo hacia la nada.

A más de dos mil kilómetros, en otra ciudad, me deslizo en silencio hacia el sueño. Mis sábanas me envuelven con la tibieza de un deseo a medio pronunciar. Te sigo imaginando. Te quiero más nítido. Te quiero completo. Me apuro. Yo también quiero correr. También quiero llegar a ti.

Pero ya no estás.
Te me disuelves.
Como espuma.

Y entonces, ella aparece.

De espalda recta, cuello erguido, pasos secos. Tiene una ceja alzada como un sable: gesto inconfundible de los que juzgan, de los que censuran sin pestañear, de los que interrumpen la ternura con reglas.

Es acartonada. Precisa. Irrita por lo perfecta.
Pero la reconozco de inmediato.
Claro que sí.

Soy yo.

O mejor dicho, esa versión de mí que me vigila cuando más libre me siento. El alter ego que patrulla mis impulsos. La que dice "esto no es correcto", "esto no deberías pensarlo", "esto no se escribe".
La intrusa.

Se me planta en frente. Nos separa un suspiro. Su mirada busca la mía con autoridad de inspectora. Acerca su rostro hasta casi rozarme, y sin una palabra de más, se lleva el dedo índice a los labios pintados con mi rojo favorito. Me dice, sin voz, pero con el peso de una sentencia:

Shhhhhh… Do Not Disturb.

Y se esfuma.
Como tú.
Como el sueño.
Como lo que apenas empieza a doler cuando se apaga.


Versión original 03 de septiembre 2010
Versión revisada 29 de julio 2025