El abuelo llegó desde Canarias, con el salitre aún en la piel y un acento de viento y volcán. La abuela, margariteña de pura cepa, era todo dulzor de cocotero y temple de mujer isleña. Juntos sembraron raíces en un paraíso al que llaman la pequeña Venecia: tierra de canales, soles reverberantes y atardeceres que saben a ron con mango maduro.
Tuvieron cinco hijos que corrieron descalzos entre palmeras y atunes, hijos que crecieron oliendo a mar y a leña, hijos que entendieron muy pronto que la sangre no une tanto como una buena comida hecha con amor.
Porque allí, en ese patio de tierra apisonada, bajo el viejo árbol, se cocinaba la ceremonia más sagrada de todas: la paella.
No cualquier paella. Una digna de epopeyas familiares.
Mariscos recién pescados, ajíes rojos como promesas cumplidas, arroz dorado de paciencia y humo. Todo removido con cucharones de madera y respeto. La leña chispeando secretos. Las manos curtidas de la abuela llevando el compás.
Así se cocía, año tras año, el ritual que tatuaba en las almas el verdadero sabor de la fraternidad.
Cada hijo, en su momento, tuvo que probarse. Una prueba sin palabras, una ceremonia no escrita: ponerse frente al fuego, tomar el mando del caldero y demostrar que la sangre también sabe cocinar.
Uno a uno, con sudor en la frente y orgullo en la cuchara, fueron heredando la receta sagrada.
Y fue entonces cuando uno de ellos —el más indómito, el más curioso, el más irreverente— decidió que las tradiciones también se pueden honrar desde la rebeldía.
Y así, en su debut oficial ante el fuego, mientras sus hermanos cuchicheaban con escepticismo y las tías se santiguaban por lo bajo, el joven paellero añadió su toque secreto.
En lugar de perejil…
Una hierba distinta. De verdes profundos. De aroma denso y promesas misteriosas.
Una prima lejana de las sativas.
La paella se cocinó.
Y con ella, los ánimos.
Nadie dijo nada al principio. Pero al tercer bocado, los ojos se abrieron más de la cuenta, las sonrisas se soltaron como olas, las carcajadas se tejieron entre cucharadas generosas.
Los hermanos —inicialmente escandalizados— se hallaron hablando de poesía. Las tías, de juventud. La abuela tarareaba sin saber por qué. Y el abuelo... el abuelo simplemente murmuró, entre risas suaves:
—Este muchacho está tocado por los dioses… o por algo más.
Fue unánime el veredicto.
Los tenedores de oro, los premios gastronómicos, las estrellas Michelin... no podían igualar la experiencia que aquel hijo había servido en el plato y en el alma de los suyos.
Había trascendido la receta. Había convertido la tradición en magia.
La paella no solo sabía a mar y leña: ahora sabía a libertad, a revelación, a vuelo.
Y así fue coronado, entre aplausos, carcajadas y miradas brillantes, como el indiscutible Rey de las Paellas.
Un rey con delantal y alma libre.
Un alquimista del arroz.
Un poeta del paladar.


Hay tradiciones familiares que la nuevas generaciones mejoran.
ResponderEliminardio nota?
ResponderEliminarYa le pregunté al paellero… en cuanto responda les aviso! jejeje
ResponderEliminarEl chef respondió que sí… y mucha!
ResponderEliminarMerienda dominguera acompañado de tu hermosa sonrisa...
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