martes, 9 de agosto de 2011

Obediencia


El eco de su respiración se fundía con los ruidos de la noche. Sólo ojos muy acostumbrados a la oscuridad, hubiesen podido verlo petrificado bajo las sombras del rincón.

Los diablos bailaban frenéticos frente a él. Las miradas satánicas se clavaban en la palidez de su terror y luego se perdían en la penumbra. El espectáculo evocaba a una jauría de perros rabiosos, en trance de cuernos y colmillos. Al ver los demonios dar vueltas a su alrededor y abalanzarse hacia él, se tapó la boca para ahogar un grito de espanto

. . . . .

Minutos después, el artesano entró con su nueva pieza en las manos y con mucho cuidado, la posó en el suelo junto a las otras máscaras. Era un maestro en el arte de hacerlas, siempre quiso que su hijo aprendiera el oficio y continuara la tradición. Pero el muchacho se negaba. La noche anterior, ya harto de tantos miedos, y muy a su pesar, había terminado por gritarle:

—¡No quiero volver a oírte decir tonterías sobre diablos danzantes! —exclamó furioso— ¡Las máscaras no cobran vida! Aquí en Yare, los varones no lloramos, y mucho menos de miedo. Deberías quedarte un buen rato con ellas, a solas, para que aprendas a ser valiente.

El niño bajó la mirada, se enjugó las lágrimas y respondió: «Sí, papá». Entonces el artesano salió del cuarto, como salía ahora, sin darse cuenta de que en el rincón, encogido y aún con los ojos abiertos, se hallaba el cadáver de su hijo.



Fin















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