domingo, 24 de agosto de 2025

Un barco inspirador

Aunque la escuelita se encontraba cerro abajo, escondida tras centenares de escaleras y laberintos de bloques desnudos bajo techos de zinc, su modesto jardín de infancia no había logrado franquear la frontera invisible que separaba la humilde zona de Catia del resto del mundo.

Él no tenía juguetes, nada más que su imaginación para tejer universos fantásticos. Por eso, cuando vio aquel dibujo hecho por otro niño, se sumergió en un sueño de papel y acuarelas, donde un loro parlante era su amigo fiel, un parche cubría un ojo aventurero y una barba, curva y suave como pincel, coloreaba de azul profundo los mares lejanos.

Quedó fascinado con aquel barquito tricolor, y sintió cómo su ombligo se ensanchaba, abriendo un hueco ansioso en la panza, un vacío que pedía ser llenado de sueños.

—¿Me regalas el dibujo? —preguntó con una mezcla de esperanza y timidez.

—No. Solo quieres mi barco para decir que tú lo pintaste —replicó el niño, con la voz afilada por la sospecha.

Cuanto más intentaba explicarle que no buscaba usurpar la autoría, más fuertes se volvían los gritos del pequeño acusador, que pronto desataron un coro de voces agudas, lanzándole dardos de impostura. La impotencia líquida le llenó entonces el agujero del ombligo, y para ocultar las lágrimas que amenazaban con escapar, echó a correr sin mirar atrás.

. . . . .

Treinta años después, caminaba por las calles del Centro de Caracas. Se detuvo ante una agrupación de músicos que tocaba en la plaza. No fue la melodía lo que atrapó su atención, sino el rojo vibrante de sus atuendos, tan intensos que más parecían Diablos de Yare que una simple camerata.

Sus pensamientos, teñidos de melancolía, fueron interrumpidos abruptamente cuando un Guardia Nacional le sujetó el brazo y preguntó:

—¿Jacobo? ¿Jacobo Borges? ¿No me recuerdas? —dijo aquel hombre vestido de oliva, con un leve destello en la mirada.

—Disculpa, la verdad es que no —respondió el pintor, intentando desentrañar aquella presencia.

—Soy el niño al que le pediste el dibujo del barquito para decir que tú lo habías pintado.

—¡Claro que me acuerdo! —exclamó, emocionado— Ven aquí, hombre, un abrazo.

. . . . .

La música en la plaza se convirtió en el marco perfecto para las reflexiones del artista. Mientras se alejaba lentamente, se preguntaba una y otra vez: «¿Por qué fui yo quien se convirtió en pintor?»

Pasado un rato, todo se iluminó con una certeza tranquila: «Porque siempre supe que pintar era lo que quería hacer en la vida.»

Y con esa respuesta, el vacío en su ombligo se llenó de un cosquilleo cálido, dibujándole en el rostro una sonrisa amplia, orgullosa, de pirata.

Versión original 22 de octubre de 2011
Versión revisada 24 de agosto de 2025

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