Maldecía aquellos momentos en los que,
entre sábanas y almohadas, sentía rozar la piel de otro hombre. Cuando lo
manoseaban palmas lascivas, húmedas de sudor, con vaho a colonia de marinero Jean Paul Gaultier, sentía
nauseas.
Aunque
se sabía un hombre hermoso, y parecía un verdadero Adonis mezclado con Glenn
Ford, no perdía la oportunidad de lamentarse por su terrible suerte: haber sido
tatuado en el brazo de un joven homosexual llamado Freddy. El hecho de haber
sido elegido como el icono del deseo de su portador y de estar prisionero en
esa piel, le quitaba cualquier posibilidad de hacer el amor con una mujer.
Mil veces había intentado desvanecerse para
siempre del brazo de Freddy, pero no había escapatoria, cada vez que trataba de evaporarse, despertaba en la tienda
de tatuajes donde miles de pinchazos veloces, le hacían una nueva y dolorosa
transfusión de tinta, devolviéndole la vida.
Corría el mes de julio, hacía un calor
endemoniado y una multitud muy colorida caminaba al ritmo de la música de las
carrozas. Sonaba estrepitosa la canción
de Village People, YMCA. Freddy,
caminaba frente a una carroza tapizada de banderas arco iris en plena marcha de
orgullo gay, cuando de pronto, al cambiar la posición de sus brazos de YE a EME
y luego a CE, tropezó a una enorme
lesbiana de cuyo antebrazo sobresalía como una diosa ─como Rita Hayworth
en Gilda─,
la mujer-tatuaje más bella que jamás se viese.
Era de esperarse que los ojos del hombre-tatuaje
se desorbitaran ante el inalcanzable panorama, como lo hiciera el lobo al
asechar a Caperucita roja, y por eso, al ver que la lesbiana se alejaba, mordió
el brazo de Freddy para obligarlo a saltar y chocar de nuevo con la deidad
grabada en el otro brazo.
* *
* *
La lesbiana nunca supo en qué momento
desapareció la hermosa diva entintada de la piel de su antebrazo y Freddy enloqueció
al ver que su tatuaje no era el mismo de siempre, se había transformado en la
imagen de un hombre y una mujer
entrelazados haciendo el amor.