La habitación olía a náusea. Enredado entre sábanas y almohadas, sentía la invasión de otra piel masculina. Palmas lascivas, sudorosas, impregnadas de ese aroma marítimo orinario de colonia y ron, le revolvían el estómago como un presagio indeseado.
Sabía que era hermoso —un Adonis con el porte de Glenn Ford—, pero esa hermosura era su prisión. Su cuerpo existía sólo como tatuaje en el brazo de Freddy, el joven que lo portaba como símbolo del deseo. Estar tatuado en piel ajena era una condena: libertad para amar a una mujer, ninguna.
Una y otra vez intentó desvanecerse, disolverse de esa carne. Pero siempre despertaba en el estudio del tatuador, inmóvil, mientras cientos de pinchazos le inyectaban tinta fresca. Una transfusión dolorosa que borraba su huida. Una y otra vez, resucitaba. Reencarnaba en su propio tormento.
Julio abrasaba la calle; el sol quemaba la piel de la ciudad, y una marea multicolor avanzaba al son de carrozas y música estridente. “YMCA” retumbaba con fuerza, como una pulsión festiva. Freddy caminaba justo frente a una carroza adornada con banderas arcoíris. Imitaba con los brazos los movimientos de la canción: de YE a EME a CE a A. Entonces tropezó.
Una lesbiana alta y firme apareció en su camino, y en su antebrazo, como un relámpago, surgió la mujer tatuada más deslumbrante que hubiera visto: una diosa entintada, digna de Gilda, irradiando deseo imposible.
Los ojos del hábil tatuaje en su interior se abrieron como los de un lobo al acecho de Caperucita Roja. El deseo se le incrustó como una ráfaga febril. Y cuando la divina figura se desvaneció, el hombre tatuado mordió la piel de Freddy. No para asustarlo, sino para obligarlo a avanzar, arrastrarlo hasta ella, a rozarla de nuevo.

me alegra seguir leyendote...
ResponderEliminarGracias Rocco
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