La dicha del principio se transformó en escozor cuando sus labios agrietados rozaron la costra de sal que les dejó el mar. En los hombros y los pómulos, un latido constante marcaba el pulso del sol —ese verdugo inclemente de las tardes margariteñas—, que los castigaba como a criminales rendidos en la orilla.
Aún velados por la bruma y el ardor, sus ojos lograban distinguir el incendio en la piel de sus hermanos. Sabía que la suya debía lucir igual de roja, igual de viva, igual de vencida, después de horas de carreras, zambullidas y peleas fingidas entre las olas, como si la infancia fuera invencible.
Pero la lengua —hinchada por la sal, pastosa como la arena caliente— le recordaba que el tiempo de juego había terminado. No necesitaba reloj: era su cuerpo quien ahora marcaba la hora de partir, a golpes de sed.
No habían bebido ni una gota desde la mañana. Los refrescos en los quioscos eran un lujo impensable —costaban el doble, decía su padre—. El agua era una idea remota, condenada por la mala previsión y la costumbre. Había que esperar a la bodega, allá en el pueblo, donde el padre haría valer su derecho de proveedor con una ronda de maltas o colas tibias. Si es que se apiadaba.
La rutina era férrea, casi ritual. Solo había una toalla para los cuatro. Y debían cambiarse los trajes de baño empapados por ropa seca antes de subir al carro. La norma era clara: nadie se montaba mojado en el Chevy de papá.
—Hagan fila por orden de tamaño —ordenaba él, como quien da instrucciones a una tropa.
El último turno era suyo, por ser el mayor. Y por tanto, el más castigado. Para cuando le llegaba la toalla, ya no era toalla, sino lija: empapada, llena de arena y sal, raspaba más que secaba. Pero debía resistir, sin quejarse. El ejemplo, siempre el ejemplo.
Los labios apretados, los ojos húmedos —pero sin llanto—, el orgullo cubriéndole la espalda como un caparazón. Apretaba los puños mientras el peine se deslizaba por su cabello enredado, como un arado sobre tierra ardiente.
Abrió la puerta del viejo Chevrolet y fue como destapar un horno: una bocanada de fuego lo recibió en pleno rostro. Se sentó. Las nalgas, la espalda y los muslos pegaron el grito al unísono. El metal ardía. El vinil quemaba. Y sin embargo, su mano se lanzó al rescate: bajó la manivela de la ventana con dedos ya curtidos, acostumbrados al suplicio.
Entonces, ocurrió el milagro: la brisa marina entró. La brisa de Margarita.
Acarició su rostro como lo haría una madre ausente. Sosegó la piel ardida, calmó los músculos tensos. El azul del mar —ese azul imposible, dulce y salado a la vez— obraba como un analgésico divino. Poco a poco, el martirio se diluía. Como si nunca hubiera existido.
Años más tarde, ya hombre hecho, se preguntaría si aquella rutina salvaje —la sed, la lija, el sol, el asiento hirviente— era solo descuido... o acaso una herencia antigua, secreta, genética.
Una prueba, quizás, para templar el carácter.
Como si descendiera de guerreros.
Como si ser hijo de Esparta —o de Margarita— fuera, en el fondo, lo mismo.
Versión original 24 de agosto 2010
Versión revisada 29 de julio 2025