lunes, 23 de agosto de 2010

Martirio neoespartano.


   La felicidad que sintió antes, se transformó en escozor cuando sus labios agrietados entraron en contacto con el salitre. Hombros y pómulos, latían al golpe del sol abrasador de la isla.



   Aún velados por la bruma y el ardor, sus ojos percibían el incendio en la piel de sus hermanos. Sabía que la suya lucía igual de roja después de horas de jugar con sus tres hermanos varones en las playas margariteñas.


   Sabía de antemano que la hora de irse había llegado, porque las pulsaciones de su lengua hinchada por la sal, marcaban el tiempo mejor que un reloj.


   No habían bebido nada en el transcurso del día, y para colmo, debían esperar a llegar a la bodega que quedaba cerca del pueblo, para que su padre les brindara un refresco. Comprar bebidas en los quioscos playeros no era una opción, pues costaban el doble. Nunca tenían la previsión de llevar una cantimplora llena de agua fresca.


   Como era costumbre, el único paño sería compartido por los cuatro hermanos. Tenían que quitarse los trajes de baño empapados y ponerse ropa seca. La razón era simple: no debían montarse en el carro de papá mojados.


   ─ Hagan fila por orden de tamaño ─ Ordenó su padre, y comenzó a frotarlos.


   A él le tocaba el último lugar por ser el mayor. Era el peor puesto. Cuando llegaba su turno, la toalla estaba tan mojada y llena de arena, que en vez de secarlo, lo lijaba.


   Para dar el ejemplo a sus hermanos menores, soportaba estoicamente las embestidas de la toalla y el peine arañar su irritación. Él sólo se concentraba en represar las tercas lágrimas que se asomaban a sus ojos.


   Abrió la puerta del viejo Chevy, y sintió la onda expansiva del calor que se concentraba en el interior del auto. Al sentarse, sus nalgas se unieron al grito agonizante de su espalda. La manija para bajar el vidrio, también hervía, pero luego de varios intentos, sus dedos pudieron, finalmente, asirla para abrir la ventana.


. . . .


   La brisa acariciaba su rostro, calmaba un poco su piel abrasada. El azul del mar y su dulce olor, sosegaban siempre sus padecimientos. Era como un analgésico divino, que poco a poco, reducía sus males hasta hacerlos desaparecer.


   Muchos años después se preguntaría si el martirio posterior a los paseos de playa, era una cuestión de karma por ser descendiente de aquellos soldados quienes de niños debían ser curtidos de la forma más dura, para alzarse como viriles guerreros, hijos de la legendaria Esparta.


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