sábado, 19 de febrero de 2011

El anillo. Tarea para el Taller.

Darío tenía 7 años trabajando como mesero en La Castañuela. Todos los días bregaba con el pesado turno de la noche. Llegaba a su rancho de madrugada, agotado y apestoso a Tasca. Se daba un baño de gato con la poca agua que tenía almacenada en un pipote, y se apresuraba a dormir para poder soñar en el día en que cambiaría su suerte.

Los días de Darío se pegaban unos con otros formando una noria pesada y perpetua que lo arrastraba por la vida. Él fantaseaba incesantemente con obtener la anhelada cuota inicial que le permitiría mudarse a una casita propia en Guatire.

….

Al llegar a su trabajo, vistió las mesas, pulió los cubiertos, dobló las servilletas de tela a modo de flor y comenzó a barrer; mientras lo hacía pensaba: – No sé para qué me mandan a barrer esta vaina, si en un pestañeo, llegará el zoológico de clientes a picotear como gallinas… y el suelo será una alfombra de migas” Seguía barriendo a la vez que refunfuñaba mentalmente. – ¡Pero no importa! ¡El esclavo Darío está siempre pendiente del suelo!”.

La algarabía del lugar indicaba que la noche estaba en su apogeo. El capitán, guiaba un nuevo grupo de comensales a la mesa asignada. Darío, los seguía sin apartar los ojos del trasero del mujeron que acompañaba a los recién llegados. Los ayudó a sentarse y fue a buscar los menús… En cámara lenta Darío presenció el momento exacto en el que el gran anillo de brillantes cayó al piso.

Miró a ambos lados. Nadie parecía haberse dado cuenta de la joya perdida. Disimuladamente le dio un puntapié a la sortija; ésta rodó hasta llegar a la pared y quedar oculta tras las patas del mueble auxiliar, de donde Darío tomó las cartas.

Sudaba frío. De reojo veía la confusión frenética en la mesa de al lado. Sabía lo que buscaban. Los latidos del corazón le martillaban el pecho. Entregó el menú a la bella mujer, prosiguió con los caballeros de rasgos extranjeros. Con todas sus fuerzas contenía el temblor de sus manos.

– !Cálmate! – Ordenaba mentalmente.

Darío ofreció la carta al más joven de los comensales. El muchacho lo dejó con la mano extendida, algo lo distraía, tenía la mirada clavada exactamente en el rincón donde Darío ocultaba el tesoro.

Pálido, Darío aullaba en silencio: – Ni lo pienses patiquincito, ese anillo es mío. ¡Epa! ¿A dónde vas? ¡No! ¡No te levantes!.

Darío intentó adelantarse al muchacho, pero era demasiado tarde, el joven tenía el anillo en la mano y se lo devolvía a su dueña que, entre risas y llantos, gratificaba al superhéroe de la noche enviándole una botella de champagne y haciéndose cargo de la cuenta de sus invitados.

Darío miraba la escena atónito… Trataba en vano de sobreponerse a la rabia de ver como el patiquín, a punta de honradez, le había arrebatado el boleto de salida del barrio.



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