Los ruidos de la noche retumban en simetría con la oscuridad.
Las máscaras despiertan.
Los diablos bailan frenéticos,
dan giros al compás de un tambor invisible,
con sus satánicas miradas perdidas en la nada.
Se mueven entre las sombras,
como perros rabiosos en trance,
un ritual de cuernos, colmillos y furia ancestral.
Furiosos colores centellean
en los rostros desfigurados de los jerarcas demoníacos,
las máscaras mayores de la cofradía.
Sus gestos, tallados con devoción,
arden de una vida que nadie ha visto… aún.
Y entonces —clic—,
se enciende la luz.
Al unísono, caen al suelo
como un chaparrón de piedras pesadas.
El viejo artesano entra.
Trae entre sus manos una nueva obra:
una máscara aún dormida.
Con cuidado, la acomoda junto a las otras.
Sin saberlo,
acaba de sumar un danzante más
al aquelarre secreto
que ocurre…
cuando nadie los ve.

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