Tengo 20 años de matrimonio, dos hijos grandes y, créanme, he desarrollado un doctorado en oficios del hogar. Y eso que nunca he contratado servicio fijo, así que si me dieran un diploma por aguantar cosas asquerosas, ya tendría estante propio.
Les cuento esto para que entiendan que mi nivel de “anti-glamour” en las tareas domésticas es altísimo. He pasado por cada tragedia que podría desmayar a alguien con estómago delicado, pero con años de vuelo y mucha práctica pensé que ya estaba curtida... hasta ayer.
He cambiado montañas de pañales que podrían tener su propio código postal, limpiado el asiento trasero del carro después de mareos épicos rumbo a Choroní, destapado váteres que parecían bombas biológicas, lavado acuarios donde el pobre pescadito decidió flotar panza arriba (RIP), fregado tiestos putrefactos en tumbas familiares, pelado mil camarones con paciencia de monja, y hasta regresado de viajes para enfrentarme a la nevera podrida, ese cementerio helado de alimentos olvidados.
Pero, amigas y amigos, ayer me tocó la faena que jamás imaginé: comprar un pollo entero y… quitarle la piel. Sí, yo, con 20 años de cocina a cuestas, no estaba preparada para despellejar un ave con mis propias manos.
Ahí estaba el pollo, sin cabeza, sin patas, con una piel amarilla llena de volcanes microscópicos donde antes hubo plumas. Me dije a mí misma con voz de coach motivacional:
—“¿Qué es esto, Julieta? ¿Te vas a amilanar ahora?”
Respiré profundo y empecé la operación amputación de cuello. Al romper el buche, me encontré con restos de la última cena del pobre pollito. Me aferré a un colgajo resbaloso de piel amarilla y tiré con fuerza. Amigas, fue lo más repugnante que he hecho en mi vida... hasta que llegué al ala.
Ahí tuve que fracturar la coyuntura, romper huesos con tijera para liberar esa manga de pellejo gelatinoso que parecía una película de terror en cámara lenta. Hice lo mismo del otro lado y cuando pensé que ya había terminado, apareció el atasco final en el... ¿trasero del animal?
Saqué mi cuchillo de carnicero y, con la serenidad de una cirujana en plena operación, hice el corte final.
El pollo, ahora desnudo y sin piel, me miraba como diciendo “¿y ahora qué?”. Lo lavé, lo froté con limón, lo sazoné y lo mandé al horno. Mi familia devoró la nueva receta con gusto.
Yo, por supuesto, no probé ni un bocado.
Y así, queridas y queridos, me declaro oficialmente vegetariana.
Versión original 19 de agosto de 2011
Versión revisada 24 de agosto 2025

te entiendo perfectamente.
ResponderEliminarPor Dios... yo no podría.
ResponderEliminarSiempre suyo
Un completo gilipollas
Cuando vivo estas experiencias de preparar pollo, pienso que somos los cavernicolas que leo en los libros!
ResponderEliminarConfieso que no me gusta el pollo, pero me encantó la forma tan especial de relatar tu paso por la experiencia, lo pude ver, oler y sentir!
Abrazos
Mañana nos das otra sabrosa receta. Gracias.
ResponderEliminarExcelente, como a partir de una experiencia domestica, armaste toda una historia, toda una narracion, como de lo cotidiano surge una narracion.
ResponderEliminar