Los tacones golpeaban el suelo mojado con paso firme, y el eco reverberaba en las paredes frías del corredor. Dos reverendas, envueltas en hábitos negros, precedían a cuatro carceleras. El grupo se desvanecía en la penumbra para reaparecer a intervalos bajo la luz tenue de cada lámpara, hasta alcanzar el fondo del pasillo. Un portón de hierro chirrió al abrirse, y entraron en el recinto.
Más allá, tras los barrotes de una pequeña ventana, coronados por rollos de alambre de púas, se alzaban los muros implacables de la prisión.
Un coro de voces quebradas se elevaba en plegaria:
«Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén».
Una joven se incorporó del rincón oscuro, asomando la mirada sobre decenas de cabezas encapuchadas, ocultas no solo por mantas, sino por sombras y oraciones que colmaban la gran celda. Con un susurro quebrado, apenas audible entre sollozos, dijo:
—Ya vienen.
Una de las mujeres, acurrucada en el suelo, intentaba fundirse con el cemento frío, murmurando entre jadeos:
—No puede ser...
Al otro lado de los barrotes, las religiosas y custodias detuvieron su avance. La madre superiora golpeó dos veces con fuerza, y su voz resonó con autoridad:
—¡Atención, internas! La que se vaya nombrando, que salga y forme fila.
Una carcelera sacó un cuaderno y comenzó a leer con voz grave:
—Teresa Blanco Martín, Ángeles Domínguez Torres, Ramona López Díaz, Juana...—
Al fondo, los rezos continuaban, como un hilo frágil que sostenía las vidas al borde del abismo.
La mujer que lloraba encogida preguntó con voz trémula a sus compañeras:
—¿Han dicho mi nombre?
Los gemidos se multiplicaron. Algunas se taparon la boca para ahogar sus gritos.
La frente de la mujer se surcó en arrugas de desesperación, las cejas se arquearon en un gesto de dolor, y el temblor de sus labios dibujó un rostro quebrado por el miedo. Sus ojos, espejos de lágrimas, brillaban con destellos de luz trémula. Repetía, una y otra vez, entre llantos:
—¿Han dicho mi nombre?
Luego, con la resignación del cordero, susurró:
—Pero si yo no he hecho nada. No he hecho nada. Solo iba a la casa del club a bailar, lo he dicho mil veces, no he hecho nada.
Jadeaba, gemía, ahogaba sus lamentos, mientras sus compañeras, con manos temblorosas, la desvestían. Retiraban un suéter de lana oscura, sucio y desgastado. La joven divagaba:
—El que tenía el revólver era mi novio, yo solo iba a bailar... porque me gusta bailar.
Le cubrían con una vestidura gris. Ella suplicaba:
—Déjenme... yo no he hecho nada.
Intentó ponerse de pie y exclamó, humillada:
—¡No puedo! Hortensia, no puedo moverme, me he orinado...
Rompió a llorar y sus compañeras la sostuvieron, unidas en la dolorosa hermandad del miedo.
Ya de pie, con la voz quebrada, exclamó:
—¡Ay, mi madre! ¡Mi pobre madre! Se está quedando sin hijos— mientras sus compañeras le colocaban un pesado abrigo —. Que alguien le diga a mi madre que la quiero mucho.
Lloraba casi histérica. Entonces, Hortensia la tomó del rostro y, con dulzura férrea, le dijo:
—Ángeles, no dejes que te vean llorar, vida mía. No les des ese gusto.
Besó su mejilla, tomó su brazo y la condujo hasta la reja. En el camino, abrazos furtivos, manos temblorosas y gemidos de despedida se entrelazaban en un último suspiro.
Sombras humanas tiritaban junto a la base de un enorme paredón blanco. Arriba, centenares de orificios oscuros salpicaban la pared, como un negativo del cielo negro y estrellado que extendía la noche.
Doce pares de ojos condenados miraban suplicantes a un igual número de soldados, inmóviles, aguardando la orden que desataría la muerte.
Ángeles, en el centro de la fila, mostraba un rostro pálido y una mueca que congelaba el horror y la incredulidad.
Una voz firme mandó:
—¡Carguen armas!
—¡Apunten!
—¡Fuego!
Los cuerpos cayeron al unísono, desplomados en la tierra fría. Un oficial se detuvo frente a cada uno, para cerrar con un disparo la historia de cada vida.
Dentro de la celda, Hortensia miraba hacia la ventana enrejada. Quizás había oído la ráfaga del pelotón, quizás se preguntaba cuándo sería su turno.
La noche se cerró con un silencio que pesaba más que la muerte misma.
─ Fin ─
Versión original 19 de mayo de 2012
Versión Revisada 24 de agosto de 2025