domingo, 31 de agosto de 2025

La piel que habitan…


La habitación olía a náusea. Enredado entre sábanas y almohadas, sentía la invasión de otra piel masculina. Palmas lascivas, sudorosas, impregnadas de ese aroma marítimo orinario de colonia y ron, le revolvían el estómago como un presagio indeseado.

Sabía que era hermoso —un Adonis con el porte de Glenn Ford—, pero esa hermosura era su prisión. Su cuerpo existía sólo como tatuaje en el brazo de Freddy, el joven que lo portaba como símbolo del deseo. Estar tatuado en piel ajena era una condena: libertad para amar a una mujer, ninguna.

Una y otra vez intentó desvanecerse, disolverse de esa carne. Pero siempre despertaba en el estudio del tatuador, inmóvil, mientras cientos de pinchazos le inyectaban tinta fresca. Una transfusión dolorosa que borraba su huida. Una y otra vez, resucitaba. Reencarnaba en su propio tormento.

Julio abrasaba la calle; el sol quemaba la piel de la ciudad, y una marea multicolor avanzaba al son de carrozas y música estridente. “YMCA” retumbaba con fuerza, como una pulsión festiva. Freddy caminaba justo frente a una carroza adornada con banderas arcoíris. Imitaba con los brazos los movimientos de la canción: de YE a EME a CE a A. Entonces tropezó.

Una lesbiana alta y firme apareció en su camino, y en su antebrazo, como un relámpago, surgió la mujer tatuada más deslumbrante que hubiera visto: una diosa entintada, digna de Gilda, irradiando deseo imposible.

Los ojos del hábil tatuaje en su interior se abrieron como los de un lobo al acecho de Caperucita Roja. El deseo se le incrustó como una ráfaga febril. Y cuando la divina figura se desvaneció, el hombre tatuado mordió la piel de Freddy. No para asustarlo, sino para obligarlo a avanzar, arrastrarlo hasta ella, a rozarla de nuevo.


*   *   *   *

  Al subir la manga, Freddy sintió un vértigo sutil. Miró su piel, incrédulo: su hermoso tatuaje había desaparecido, como si se lo hubiese tragado la tinta misma. Y al levantar su manga, la lesbiana también se encontró con una visión distinta: ya no lucía una diva desnuda adornando su piel. En su lugar, había dos cuerpos—un hombre y una mujer—entrelazados en un abrazo erótico, una imagen única de ardor y complicidad. El tatuaje había saltado, se había fundido con la figura de Gilda y ahora compartían el mismo brazo en un solo diseño, un acto de amor humano, carnal, definitivo.  

domingo, 24 de agosto de 2025

Llaves sobre la mesa


 

Cada vez que oía las llaves de mi esposo caer sobre la mesa del recibidor, sentía una contracción en el vientre. Ese sonido era mi señal de alerta: mi espacio perfecto había sido invadido. Tenía que cerrar el libro, borrar el rastro de paz de mi rostro, ponerme la sonrisa matrimonial y salir a representar mi papel. El de la buena esposa.

No odiaba a mi marido, no deseaba a otro hombre ni suspiraba por oportunidades perdidas. Lo que no soportaba era esta condena perpetua a la repetición: los días idénticos, los silencios domesticados, la coreografía monótona del matrimonio. Me asfixiaban las pequeñas renuncias que se fueron acumulando durante diez años hasta encadenarme al tedio.

—Debo partir esta noche al campo. Vine por el maletín y el paraguas —me dijo aquel martes, mientras colocaba el cobertor de hule a su sombrero—. No sé cuándo volveré. Tal vez en tres o cuatro días. Con seguridad, el viernes para la cena.

Me besó ambas manos antes de marcharse. En cuanto oí cerrarse la puerta, mi corazón latía con una euforia difícil de disimular. Iba a estar sola. Libre. Me permití imaginarlo muerto. Imaginé el ataúd, su rostro helado, azulado, inmóvil. Me vi recibiendo condolencias, vestida de negro absoluto, con velo incluido… para disimular el brillo en los ojos.

El viernes llegó demasiado pronto. Puse la mesa sin entusiasmo, mientras me preparaba mentalmente para soportar el ritual de siempre: contar, una por una, las lágrimas de la araña del techo, mientras él me penetraba con parsimonia victoriana. Pero las diez dieron y él no llegó. No me inquieté. Recogí la cena en silencio y me acosté explayada en el centro de la cama, mi lugar favorito del universo.

Pasaron más noches. Luego semanas. Y yo, feliz.

Tomaba el desayuno en la cama, con el libro aún abierto sobre las sábanas. El colchón comenzaba a hundirse justo en el medio, y esa hendidura me hacía sentir como en un nido hecho a mi medida. Aquel hueco era mi emblema, mi victoria: la evidencia corpórea de una viudez cómoda, dulce y absolutamente mía.

Caminaba por la ciudad sin dar explicaciones, paseaba por plazas y librerías. No existía ansiedad en mí. Sólo en los breves momentos en que recordaba su última sonrisa.

Esa sonrisa. La que asomó por la puerta antes de irse. ¿Y si no había muerto? ¿Y si estaba por ahí, acechando?

Una tarde, en una librería, me descompensé. Sentí un sudor frío y una ráfaga de pánico.

—¿Está usted bien, señora? ¿Quiere que llame a su esposo? —preguntó un dependiente.

—Estoy bien —respondí, con más seguridad de la que sentía—. Soy viuda.

A veces lo veía. O creía verlo. En un parque, en un tranvía, en un reflejo fugaz. Siempre esa sonrisa, flotando entre la multitud como un anzuelo, como una amenaza. En la iglesia, ni siquiera arrodillada frente a una vela, podía evitar que se me helara el alma. Una vez, el sacristán me agarró justo a tiempo. Estuve a punto de rodar por las escaleras del atrio, confundida por aquella cara que no dejaba de perseguirme.

Esa noche hacía frío. Marqué la página de mi libro, me puse el mantón sobre los hombros y salí a echar un leño al fuego. Me serví una copa de whisky, puse un disco en el gramófono. Tarareaba, bailaba sola, envuelta en mí misma, en mi vida al fin mía.

Y entonces, ocurrió.

Un sonido.

Aquel sonido.

Las llaves de mi esposo cayendo sobre la mesa del recibidor.

Un espasmo me partió el pecho en dos.

Supe, antes de voltear, que mi espacio perfecto acababa de ser invadido.
- Fin-

Versión original publicada el 15 de octubre de  2014
Versión revisada en primera persona 24 de agosto de 2025

Letras y flores


Aunque su padre era andino, Julia nunca había pisado el suelo de Trujillo. Lo conocía apenas por relatos lejanos, retazos de infancia ajena, y nombres que resonaban con acento de neblina: Jajó, Boconó, Niquitao, Escuque…
Sin embargo, si pretendía escribir sobre ese rincón del país, tendría que hacerlo desde la distancia, y su única brújula posible era Google Earth.

Escribió “Trujillo, Venezuela” en la barra de búsqueda. El planeta giró y luego se precipitó en picada.
La imagen descendía con tal rapidez que un leve vértigo le agitó el estómago, como si su cuerpo hubiera olvidado que seguía anclado al suelo.
En un parpadeo, el azul del globo se transformó en un tapiz verde de texturas irregulares: el relieve del páramo, cubierto con polvos de esmeralda.

Desde esa vista cenital, la ciudad de Trujillo parecía una cicatriz rojiza, cosida con tejados de barro que rompían el manto vegetal para henderse como una herida antigua, incrustada entre las montañas.

Julia descendió más.
Como un ánima digital, sobrevoló los contornos de la ciudad, planeó sobre las plazas frondosas, rozó con la mirada las líneas blancas que remendaban las carreteras, los árboles que escoltaban las calles, los techos coloniales como fragmentos de historia detenida.
Se alzó de nuevo, serpenteó por caminos que cortaban la montaña como venas, y se posó como un ave extasiada sobre el hombro de la Virgen de la Paz. Desde allí, el mundo era un puñado de valles dormidos, sembradíos que trepaban las laderas con geometría asimétrica, montes cubiertos de un silencio fresco.

Quedó maravillada.
Pero también insatisfecha.

No bastaba con verlo así, a través del vidrio frío de la pantalla. Para escribirlo de verdad, para sentirlo y contarlo, necesitaba oler la tierra, mojarse los pies con el rocío del amanecer, escuchar los grillos entre la neblina, acariciar la humedad de una hoja recién caída, llevarse al pecho un puñado de hierba mojada y aspirar su esencia hasta tatuarse el alma con la memoria de ese instante.

Entonces, entendió que no estaba sola.
Que escribir era también un acto de fe.

Le hizo una promesa a la Virgen de la Paz. A cambio de la gracia de la inspiración, le ofreció sus letras. Le prometió letras y flores. Le juró que iría hasta ella, que haría el peregrinaje, que la vería de frente, inmensa y serena, y se rendiría a sus pies con cuaderno en mano.

Y así fue como, entre los ecos de esa promesa, Julia comenzó a escribir.
No desde el teclado.
Desde el alma.

Versión original 26 de septiembre de 2012
Versión revisada 24 de agosto de 2025

Un zoológico en el cielo de Niquitao


Julia yacía sobre la grama húmeda de una ladera del páramo trujillano. Con los codos hundidos en la tierra blanda, apoyaba la cabeza sobre las palmas abiertas y mordisqueaba distraídamente una ramita, mientras su mirada se perdía en la vastedad del cielo de Niquitao.

No había, pensaba, luz en el planeta que pudiera compararse con la de aquel rincón de mundo. Era una luz líquida, casi sagrada, que lo bañaba todo con una tibieza etérea. Tampoco había nubes como esas: esparcidas, sí, pero no inertes; eran formas vivas, espumas en movimiento, criaturas del aire que desfilaban como si supieran que alguien las observaba desde abajo con ojos asombrados.

Recordó entonces los juegos de infancia con su hermano menor. Ambos, tendidos boca arriba sobre alguna colina, intentaban descifrar qué bestias se ocultaban en la espuma del cielo.
—¡Mira Julia! ¡Esa de allá es una ovejita! —gritaba él, señalando con su pequeño dedo lo que a él le parecía una mota de algodón con patas.
Y ella reía, aunque en realidad veía un dragón o una tortuga o un barco con velas de azúcar.

Pero estas nubes… estas eran distintas. No eran las figuras blandas y borrosas de la infancia. Eran intensas, tridimensionales, casi táctiles. Vivían. Palpitaban. Se disfrazaban.
Una de ellas, por ejemplo, parecía un oso —eso estaba claro—, pero no cualquier oso. Llevaba antifaz, como un forajido juguetón. Más allá, flotaba un ave majestuosa que intentaba ocultar su calvicie con una especie de boina blanca.
—¿Será un cóndor? —musitó Julia, entre risas— Sí, definitivamente se parece a Condorito.

El cielo entero se había transformado en una pasarela aérea donde los animales del páramo desfilaban vestidos de niebla. Un mapache de hocico alargado —un coatí andino, reconoció ella de las revistas de la posada— se movía entre nimbos de dos tonos. Osos frontinos, lapas sigilosas, salamandras de trémulos contornos, pecaríes de collar, venados sutiles, gallitos de la sierra con plumajes vaporosos. Todos parecían recién liberados del pincel de algún dios juguetón.

Julia los contaba, los nombraba en silencio. Era como si el arca de Noé se hubiese soltado en lo alto de La Teta de Niquitao y ella, única testigo del prodigio, tuviera la tarea sagrada de hacer el inventario.

Fascinada, quiso tocarlos. Comprobar que no soñaba. Se incorporó, sacándose de la boca el tallo que había estado mordiendo.

Solo entonces, al ver su forma retorcida, al sentir el sabor amargo aún en la lengua, comprendió que no era una simple ramita lo que había estado masticando. No.

Era el tallo de un hongo.

Y fue así como el cielo de Niquitao se convirtió, por obra del azar y de la psilocibina, en un zoológico de nubes que solo ella pudo ver.

Versión original 26 de septiembre de 2012
Versión revisada 24 de agosto de 2025

Un barco inspirador

Aunque la escuelita se encontraba cerro abajo, escondida tras centenares de escaleras y laberintos de bloques desnudos bajo techos de zinc, su modesto jardín de infancia no había logrado franquear la frontera invisible que separaba la humilde zona de Catia del resto del mundo.

Él no tenía juguetes, nada más que su imaginación para tejer universos fantásticos. Por eso, cuando vio aquel dibujo hecho por otro niño, se sumergió en un sueño de papel y acuarelas, donde un loro parlante era su amigo fiel, un parche cubría un ojo aventurero y una barba, curva y suave como pincel, coloreaba de azul profundo los mares lejanos.

Quedó fascinado con aquel barquito tricolor, y sintió cómo su ombligo se ensanchaba, abriendo un hueco ansioso en la panza, un vacío que pedía ser llenado de sueños.

—¿Me regalas el dibujo? —preguntó con una mezcla de esperanza y timidez.

—No. Solo quieres mi barco para decir que tú lo pintaste —replicó el niño, con la voz afilada por la sospecha.

Cuanto más intentaba explicarle que no buscaba usurpar la autoría, más fuertes se volvían los gritos del pequeño acusador, que pronto desataron un coro de voces agudas, lanzándole dardos de impostura. La impotencia líquida le llenó entonces el agujero del ombligo, y para ocultar las lágrimas que amenazaban con escapar, echó a correr sin mirar atrás.

. . . . .

Treinta años después, caminaba por las calles del Centro de Caracas. Se detuvo ante una agrupación de músicos que tocaba en la plaza. No fue la melodía lo que atrapó su atención, sino el rojo vibrante de sus atuendos, tan intensos que más parecían Diablos de Yare que una simple camerata.

Sus pensamientos, teñidos de melancolía, fueron interrumpidos abruptamente cuando un Guardia Nacional le sujetó el brazo y preguntó:

—¿Jacobo? ¿Jacobo Borges? ¿No me recuerdas? —dijo aquel hombre vestido de oliva, con un leve destello en la mirada.

—Disculpa, la verdad es que no —respondió el pintor, intentando desentrañar aquella presencia.

—Soy el niño al que le pediste el dibujo del barquito para decir que tú lo habías pintado.

—¡Claro que me acuerdo! —exclamó, emocionado— Ven aquí, hombre, un abrazo.

. . . . .

La música en la plaza se convirtió en el marco perfecto para las reflexiones del artista. Mientras se alejaba lentamente, se preguntaba una y otra vez: «¿Por qué fui yo quien se convirtió en pintor?»

Pasado un rato, todo se iluminó con una certeza tranquila: «Porque siempre supe que pintar era lo que quería hacer en la vida.»

Y con esa respuesta, el vacío en su ombligo se llenó de un cosquilleo cálido, dibujándole en el rostro una sonrisa amplia, orgullosa, de pirata.

Versión original 22 de octubre de 2011
Versión revisada 24 de agosto de 2025

Prólogo a una fosa común.

     Esta escena se repetiría demasiadas veces luego de la guerra civil española durante la dictadura de Francisco Franco. Las cárceles, atiborradas de opositores al régimen, eran el prólogo a una fosa común.

Texto basado en una escena de la película La voz dormida de Benito Zambrano.

*   *   *   *

Los tacones golpeaban el suelo mojado con paso firme, y el eco reverberaba en las paredes frías del corredor. Dos reverendas, envueltas en hábitos negros, precedían a cuatro carceleras. El grupo se desvanecía en la penumbra para reaparecer a intervalos bajo la luz tenue de cada lámpara, hasta alcanzar el fondo del pasillo. Un portón de hierro chirrió al abrirse, y entraron en el recinto.

Más allá, tras los barrotes de una pequeña ventana, coronados por rollos de alambre de púas, se alzaban los muros implacables de la prisión.

Un coro de voces quebradas se elevaba en plegaria:
«Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén».

Una joven se incorporó del rincón oscuro, asomando la mirada sobre decenas de cabezas encapuchadas, ocultas no solo por mantas, sino por sombras y oraciones que colmaban la gran celda. Con un susurro quebrado, apenas audible entre sollozos, dijo:

—Ya vienen.

Una de las mujeres, acurrucada en el suelo, intentaba fundirse con el cemento frío, murmurando entre jadeos:

—No puede ser...

Al otro lado de los barrotes, las religiosas y custodias detuvieron su avance. La madre superiora golpeó dos veces con fuerza, y su voz resonó con autoridad:

—¡Atención, internas! La que se vaya nombrando, que salga y forme fila.

Una carcelera sacó un cuaderno y comenzó a leer con voz grave:

—Teresa Blanco Martín, Ángeles Domínguez Torres, Ramona López Díaz, Juana...—

Al fondo, los rezos continuaban, como un hilo frágil que sostenía las vidas al borde del abismo.

La mujer que lloraba encogida preguntó con voz trémula a sus compañeras:

—¿Han dicho mi nombre?

Los gemidos se multiplicaron. Algunas se taparon la boca para ahogar sus gritos.

La frente de la mujer se surcó en arrugas de desesperación, las cejas se arquearon en un gesto de dolor, y el temblor de sus labios dibujó un rostro quebrado por el miedo. Sus ojos, espejos de lágrimas, brillaban con destellos de luz trémula. Repetía, una y otra vez, entre llantos:

—¿Han dicho mi nombre?

Luego, con la resignación del cordero, susurró:

—Pero si yo no he hecho nada. No he hecho nada. Solo iba a la casa del club a bailar, lo he dicho mil veces, no he hecho nada.

Jadeaba, gemía, ahogaba sus lamentos, mientras sus compañeras, con manos temblorosas, la desvestían. Retiraban un suéter de lana oscura, sucio y desgastado. La joven divagaba:

—El que tenía el revólver era mi novio, yo solo iba a bailar... porque me gusta bailar.

Le cubrían con una vestidura gris. Ella suplicaba:

—Déjenme... yo no he hecho nada.

Intentó ponerse de pie y exclamó, humillada:

—¡No puedo! Hortensia, no puedo moverme, me he orinado...

Rompió a llorar y sus compañeras la sostuvieron, unidas en la dolorosa hermandad del miedo.

Ya de pie, con la voz quebrada, exclamó:

—¡Ay, mi madre! ¡Mi pobre madre! Se está quedando sin hijos— mientras sus compañeras le colocaban un pesado abrigo —. Que alguien le diga a mi madre que la quiero mucho.

Lloraba casi histérica. Entonces, Hortensia la tomó del rostro y, con dulzura férrea, le dijo:

—Ángeles, no dejes que te vean llorar, vida mía. No les des ese gusto.

Besó su mejilla, tomó su brazo y la condujo hasta la reja. En el camino, abrazos furtivos, manos temblorosas y gemidos de despedida se entrelazaban en un último suspiro.

Sombras humanas tiritaban junto a la base de un enorme paredón blanco. Arriba, centenares de orificios oscuros salpicaban la pared, como un negativo del cielo negro y estrellado que extendía la noche.

Doce pares de ojos condenados miraban suplicantes a un igual número de soldados, inmóviles, aguardando la orden que desataría la muerte.

Ángeles, en el centro de la fila, mostraba un rostro pálido y una mueca que congelaba el horror y la incredulidad.

Una voz firme mandó:

—¡Carguen armas!

—¡Apunten!

—¡Fuego!

Los cuerpos cayeron al unísono, desplomados en la tierra fría. Un oficial se detuvo frente a cada uno, para cerrar con un disparo la historia de cada vida.

Dentro de la celda, Hortensia miraba hacia la ventana enrejada. Quizás había oído la ráfaga del pelotón, quizás se preguntaba cuándo sería su turno.

La noche se cerró con un silencio que pesaba más que la muerte misma.

─ Fin ─

Versión original 19 de mayo de 2012
Versión Revisada 24 de agosto de 2025

El bucare de la vida

El destino no quiso que el viento soplara hacia los verdes campos de las haciendas del valle. En cambio, depositó una semilla de bucare en lo alto de un risco escarpado, en un olvidado pueblo trujillano. Allí, contra todo pronóstico, germinó un pequeño árbol que pendía al borde de un acantilado en La Loma de Escuque.

El árbol se negaba a crecer. Temía despeñarse, temía que su propio peso y altura lo lanzaran al vacío, hecho trizas en el fondo insondable del precipicio. Era un acto desesperado y vano, una resistencia muda para evitar la caída inminente.

Temblaba con cada aguacero, porque la lluvia intensa aflojaba sus frágiles raíces, que, pequeñas y temerosas, no encontraban asidero en la inhóspita roca. La tierra le era enemiga y el viento, un juez implacable.

Una noche, el aguacero fue tan feroz que el pequeño bucare vio su fin acercarse. Alzó sus ramas al cielo como quien implora una misericordia imposible, y comenzó a rezar.

—Me habría gustado crecer grande y frondoso, dar sombra a los cafetales y ser refugio para los pájaros —susurró, con voz quebrada—. En cambio, moriré aquí, olvidado, sin que nadie vuelva a mirarme.

Un trueno profundo respondió, precedido por un rayo que, como una daga de luz, se clavó al pie del árbol.

—Todos los seres del mundo son especiales —musitó el trueno.

—¡No me dejes caer! —rogó el bucare, doblándose hacia el abismo.

Pero era demasiado tarde. La roca a la que se aferraba cedió, y el árbol se desplomó.

. . . . .

Con las primeras luces del alba, un hombre salió a caminar por las sendas que bordearon La Loma. Viejo artesano, buscaba madera noble para sus tallas. A lo lejos, un ramaje salpicado de flores anaranjadas llamó su atención. Al acercarse, una sonrisa serena iluminó su rostro mientras rodeaba el hallazgo con gesto reverente.

Sacó de su mochila una cuerda, ató con cuidado al pequeño bucare y lo llevó a su taller.

Durante meses trabajó con devoción. Acanaló, modeló, cinceló, martilló, labró, grabó, curvó, lijó y talló el tronco del árbol hasta que, de aquella madera, brotó un magnífico niño. La creación más perfecta que su vida hubiera visto.

Una fría tarde de enero, en medio de los Andes trujillanos, mientras un río de fieles avanzaba hacia la iglesia para venerar al Niño Jesús de Escuque, el artesano pulía su obra con manos temblorosas. Conmovido por la perfección de la talla, deseó con fervor que aquel niño de madera se volviera niño de carne y hueso.

Entonces, de los pequeños ojos del bucare transformado en criatura, brotaron lágrimas de amor.

Versión original 12 de marzo de 2012
Versión revisada 24 de agosto de 2025