En el pequeño pueblo de Madroñera, allá donde las cigüeñas hacen nido en los campanarios y el sol cae a plomo sobre los olivares, hay una señora que no pasa inadvertida ni por error: Doña Amelia Sánchez Redondo, conocida entre familiares como "Tiíta", y entre lugareños como “la que grita desde el balcón con un abanico de encaje”.
Nació en Alburquerque en 1928, la menor de dos hermanas, y creció en una casa donde se aprendía latín antes que a montar en bicicleta. Nunca fue a la universidad —porque una señorita decente no necesitaba diplomas, sino buenos modales, bordado fino y un esposo con herencia—. Y lo consiguió: se casó con Antonio, farmacéutico, hijo único, adinerado y absolutamente devoto a ella hasta el último bostezo de su vida. Murió hace quince años, y con él, Amelia heredó más joyas que afectos, más tierras que nietos.
Doña Amelia es un espectáculo en sí misma. Bajita, cintura generosa, piernas como cerillas, busto alto y orgulloso como un estandarte. Sale todos los días al mercado —aunque no necesita nada— con sus minifaldas, tacones de aguja y escotes que desafían al tiempo, a la moda y a la lógica. Su cabello, escaso y largo, cae por sus hombros como una bufanda de hilos mal teñidos: negro azabache con dos centímetros de sinceridad en las raíces. Sus cejas y labios los dibuja cada mañana con pulso de cirujano miope: uno alto, otro bajo; el labial extendido en capilares carmesí que le otorgan una sonrisa de telaraña.
No ve bien, pero se niega a usar las gafas porque son tan gruesas como el fondo de una garrafa de aceite. Y aunque la vista le falla, la memoria no: recuerda con precisión cada cumpleaños, cada promesa, y cada traición familiar. Su resentimiento por su hermana Isabelita, que emigró a América, es tan espeso como el chocolate de la merienda. Y aunque dice querer a sus sobrinos, nunca les perdona no haber nacido “españoles castizos, con acento de verdad”.
Su sobrina —la favorita, la heredera— es la única que puede llamarla sin ser reprendida (si no es su santo, claro). A ella le encarga misas futuras, le confía la administración de su legado y le hace prometer que jamás permitirá que nadie la entierre "con esa cara de mortadela que ponen en los velorios latinos".
Pero su debilidad es su sobrino-nieto. Lo adora, lo idolatra, y lo regaña con igual intensidad por haber estudiado en "Jaguar" (Harvard). "¡Con lo que era la Complutense!", le dice. Y si había que irse al extranjero, pues Oxford, ¡por Dios!
Doña Amelia tiene una finca donde manda a sembrar azafrán solo por el gusto de recolectarlo en bikini, al lado de la piscina. Juega al mus con una seriedad que da miedo y organiza diciembre como una productora de eventos: piernas de jamón de Jabugo, garrafas del mejor aceite de su primera prensa, y cajas para Caracas con etiquetas escritas a mano, como los antiguos telegramas.
Se alimenta bien, mejor que muchos chefs. Su merienda favorita: pan mojado en aceite de oliva y espolvoreado con azúcar, una delicia que defiende como “tradición y desayuno de reina”.
Amelia no celebra cumpleaños —¡qué ordinariez, celebrar la decadencia!—. Pero el día de su santo, ¡ah, ese día!, se engalana como una zarina, se sienta en su trono de mimbre bajo el porche, y espera las felicitaciones como una emperatriz, entre croquetas, fanfarrias y limonadas con ginebra.
Eterna, excéntrica y dueña de sí misma, Amelia es una mujer que parece salida de una novela, pero vive entre nosotros. Eso sí, bajo ninguna circunstancia la llames abuela. Ni sueñes con hablarle de América sin un escudo, ni mucho menos, de cumplir años sin un santo de respaldo.
Original 04 de agosto de 2010
Versión revisada 29 de julio 2025
Interesante personaje... pero sigo prefiriéndola a usted.
ResponderEliminarSiempre suyo
Un completo gilipollas
Debería usted enviarme una foto (sin bolsa), así podría yo usarlo para practicar mi construcción de personajes…No tema usted, seré benevolente!! jeje
ResponderEliminarNADIA SAVATER
ResponderEliminarLa vi por primera vez hace 15 años
su rostro era una máscara infantil
heredada de los Nukak Makú
pómulos alborotados
cejas evadidas
labios en una algarabía
de rosado mate.
Su voz era un caudal fluido
cada palabra parecía recién nacida en su boca
y no había en su corazón más que ventanas abiertas
para mirar el horizonte o el arribo de la aurora.
Me dio un beso y le perdí el rastro.
Hoy reaparece
y su máscara tiene ojeras y un par de verrugas,
la boca le funciona como un buzón a la inversa.
Terminó una carrera y un postgrado,
tiene métrica al hablar
y bebe con el dedo parado,
su voz es una amalgama de citas
su mirada un puñal.
Admito que su cuerpo
aun es una rivera luminosa
un tesoro dormido
un ángel por liberar.
Se conecta con sus delirios
a través de la cannabis
y alguna vez intentó huir de la vida
por la puerta trasera.
Perdió el ritmo al danzar
y cacarea cuando canta.
Por su sexo trasegó un ferrocarril de cavernícolas.
Tiene 30 años
y suplica la llegada de un Príncipe Azul
aunque a diario le arroja veneno a los ojos
a cualquier hombre de carne y hueso
que se le plante en frente.
Nadia me hace llorar
y me deja vacío como un cántaro inservible.
anuar bolaños.
Gracias Sr. Bolaños, me gustó tanto ese personaje que también descubrí a Stella Kovaltok!!
ResponderEliminarQue interesante esto de construir un personaje. Es relajante la lectura. Saludos
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