
Desde que comencé el taller de Literatura Creativa, me he sentido como pez en agua… salvo cuando el pez se entera de que tendrá que hablar del océano que lo aterra.
Las tareas me entusiasmaban. Las escenas, los diálogos, las descripciones. Incluso las clases en sí mismas tenían algo de juego, como si estuviéramos armando una casa con palabras y cada semana llegara con nuevos ladrillos.
Pero había una tarea que me rodeaba como una sombra. Una que no había llegado aún, pero que ya respiraba en mi nuca: el cuento final.
Un texto completo, propio, honesto. ¿Qué podía contar yo?
A todos mis amigos escritores les había hablado del taller con entusiasmo. A todos menos a uno.
Él era distinto. No solo por lo que escribía, sino por cómo escuchaba. Ese tipo de amigo que te lee las pausas más que las palabras.
Hasta que, finalmente, una tarde cualquiera, lo solté:
—Estoy haciendo un taller de literatura. Con Milagros Socorro —dije, como quien deja caer un nombre como una flor en la mesa.
—Ah —respondió con calma—. ¿Y cuál es tu tema?
No se detuvo en lo bonito de la experiencia. No pidió detalles ni elogios prestados. Fue directo al grano, como si lo supiera: ese era mi muro.
—Bueno… estoy explorando ideas —intenté.
—Escribe sobre lo que sabes —dijo, sin adornos.
—Claro, ¿y qué sé yo? ¿Cómo hacer loncheras balanceadas y elegir la fila más corta en el supermercado?
Me reí, sarcástica, como quien se burla de su vacío antes de que otro lo haga.
—Escribe sobre tus miedos —añadió, con la serenidad de quien sabe que el terror, bien contado, puede ser una forma de luz.
—Yo, por ejemplo —continuó—, tengo un pánico atroz a morir ahogado. Me gusta escribir sobre eso. Hasta me resulta terapéutico.
Pensé en Wolfgang. Pobre Wolfgang, que se nos fue en Playa El Agua, tragado por una ola absurda y mal sincronizada. Lo recordé y, de pronto, entendí: escribir sobre el miedo era escribir sobre lo que duele. Sobre lo que palpita aunque uno no lo nombre.
Esa noche, abrí la libreta y escribí:
Miedo a no estar cuando más me necesiten. A que mis hijos crezcan sin las palabras justas. A que un día no reconozca mi reflejo. A que el amor no alcance para amortiguar lo cotidiano. A los silencios incómodos. A los domingos sin propósito. A los amigos que se enfrían. A las ideas que no llegan. Al insomnio lleno de pensamientos inútiles. A la lucidez que a veces raspa.
Y escribí más.
Fui llenando páginas con todas las formas posibles de miedo.
Todos menos uno.
Ese, no sé si algún día lo podré escribir.
Quizás por pudor.
Quizás porque si lo nombro, ya no podré callarlo.
O quizás, porque ese miedo —el más profundo— soy yo misma cuando me miro sin disfraces.
Publicado 23 de abril 2010
Versión revisada 27 de abril 2025
No hay comentarios:
Publicar un comentario