—¿Dónde le dejo el vestido, Sr. Meliet?
—Es tuyo, reina... te lo ganaste —concedió el francés, sin mirarla.
Ella asintió, agradeció sin convicción y se marchó sin despedidas.
Cruzó el Poliedro como un fantasma con lentejuelas, cargando un descomunal bulto de tul y cansancio.
Lo embutió en la maleta del carro como si ocultara un cuerpo.
No era júbilo lo que sentía: era vértigo, vacío y maquillaje reseco.
Antes de volver a casa, se detuvo en el automac. Necesitaba consuelo.
—Un sundae de chocolate. Doble fudge. Por favor.
Lo recibió como quien recibe las cenizas de un sueño.
Tanto que lo había deseado… y no le supo a nada.
El dulce se le deshacía en la boca con la misma insipidez que la noche.
Ya no era princesa. Era cucaracha. Una más del mundo kafkiano en el que todo parecía una broma mal contada.
Lloró. Lloró como se llora con Puccini de fondo: sin pudor, sin pausa, sin piedad.
Y cuando el aria subió hasta romperle el pecho, se quedó dormida.
Entre lágrimas y terciopelo, con el vestido colgando de una silla.
…Tramontate, stelle!
All’alba vincerò. Vincerò. Vincerò.
Publicado el 30 de abril de 20100
Versión revisada 27 de julio 2025

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