viernes, 23 de abril de 2010
Un día de furia.
Con tan sólo ver la entrada del estacionamiento, sentí una desagradable sensación al recordar el caos que se vive a diario en ese sitio.
“No importa –pensé aliviada- hoy es sábado”.
Por ser un centro comercial con cuatro torres de oficinas, los fines de semana hay muchísima menos gente circulando, concluí que encontrar un puesto ese día, no bebía convertirse en la búsqueda de una aguja en el pajar.
¡Bingo! A sólo unos metros de la entrada vi un puestazo. -¡Qué suertuda soy!- sonreí complacida al tiempo que retrocedía para aparcar.
Vigilante: - ¡No!, ¡no!, ¡no! Aquí no puede pararse. Siga. Más arriba hay puesto.
Yo: ¿Dígame porqué no me puedo estacionar ahí?
Vigilante: Por que no. (dijo rotundamente)
Sentí que la sangre me hervía y no estaba dispuesta a soltar el cómodo puesto tan fácilmente, y mucho menos sin una explicación… Como una fiera metí el freno de mano, puse la palanca en P, me bajé del carro, lancé la puerta y enfurecida caminé hacia el supuesto vigilante (digo supuesto, porque no llevaba uniforme ni identificación alguna)
Yo: -Mire señor de aquí no me voy hasta que usted no me dé una explicación. El puesto está vacío y no veo porqué no puedo ocuparlo.
Vigilante: - Yo no tengo que explicarle nada. No, es no y punto.
Yo: ¡Señor dígame usted su nombre! –demandé
Vigilante: No tengo que decirle nada, ni explicación, ni nombre, ni nada.
Enardecida volví al carro, arrojé nuevamente la pobre puerta, saqué el freno de mano metí retroceso y aceleré. Los cauchos chillaron e hicieron humo.
Él lo sabía. Si no se quitaba del medio lo atropellaría. No le quedó otro remedio que brincar a un lado…
Bajé del carro y sin mirar atrás pulsé el botón de la alarma, el corazón se me iba a salir del pecho… no sé de dónde salió ese violento y furioso clon mío…
Temí por mi carro.
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