viernes, 23 de abril de 2010

Un día de furia.


Lo vi apenas entré al estacionamiento: un puesto libre, a pocos metros, como un oasis pavimentado.
—¡Qué suertuda soy! —murmuré, ya con la sonrisa lista para colgar en Instagram.

Pero entonces, apareció él.
Un hombre sin uniforme, sin placa, sin alma visible:
—¡No, no, no! Aquí no puede pararse. Siga.

—¿Y por qué no? —pregunté con voz de terciopelo irritado.

—Porque no.
Así, sin más. Como si fuera el mismísimo oráculo del centro comercial.

No estaba dispuesta a ceder. Bajé del carro con un portazo que hizo eco en todo el sótano.
Él se cruzó de brazos.
Yo también.
Él no dio su nombre.
Yo me lo inventé y se lo grité igual.

Al final, subí al carro como quien aborda un tanque de guerra. Solté el freno, pisé con furia, y los cauchos chillaron como si yo estuviera grabando Rápido y Furiosa 9: El puesto es mío.

El hombre saltó a un lado justo a tiempo. No por astucia, sino por miedo a ser convertida en calcomanía de parabrisas.

Apreté la alarma. Caminé como heroína de película mala.

Y mientras me alejaba, solo pensé una cosa:

Temí por mi carro.
Porque él, el supuesto vigilante, me estaba mirando con cara de venganza y destornillador.

Original 23 de abril 2010
Versión actualizada 27 de julio 2025

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