Tardó en abrir los ojos. No por sueño, sino por hinchazón: un llanto prolongado, espeso, como de sal derramada desde el alma, se había instalado durante la noche anterior. Cuando por fin lo logró, la luz tibia de la mañana le acariciaba la piel, y contra todo pronóstico, sonrió.
No era una sonrisa eufórica, ni festiva. Era una de esas sonrisas que brotan cuando el cuerpo aún no entiende del todo, pero el alma ya ha soltado. Una sonrisa con sabor a tregua.
Había despertado ligera.
Como si durante la madrugada un ángel —sin forma ni nombre, sin religión ni mandato— hubiese entrado sigilosamente, recogido con cuidado sus ganas de morirse, y en su lugar hubiese dejado una sensación de paz sin estridencias.
El mundo seguía igual. Las paredes eran las mismas, el espejo mostraba los mismos rastros de batalla bajo los ojos, pero algo en ella era distinto. No se sentía obligada a nada. Ni a responder mensajes. Ni a sonreír. Ni siquiera a estar bien. Sólo a estar.
Pasó el día en pijama, descalza, despeinada, con la cara limpia y sin maquillaje. Le supo a gloria.
Se permitió el lujo de desayunar tarde, de servirse un café frío, de no hacer la cama. Caminó por su casa como si la conociera por primera vez. Miró sus libros, sus fotos, sus trastos viejos con una ternura silenciosa, como quien observa a un amigo dormido.
Encendió la televisión. Miss Venezuela brillaba en pantalla, tan pulida y exacta como un objeto de colección. Hablaban con vocecitas agudas, impecables, y ella las escuchó con atención inusitada. Observó sus sonrisas milimétricas, sus respuestas entrenadas, sus cinturas imposibles.
Y por primera vez no sintió envidia. Ni nostalgia. Ni derrota.
Sintió alivio.
Porque no sería ella la que cargara esa corona como un yugo. No serían sus hombros los que sostendrían el peso de las expectativas ajenas, ni sus días los que se poblarían de compromisos, entrevistas, dietas y tacones eternos. Ella podía quedarse con su cuerpo imperfecto, con sus ojeras de vida vivida, con sus cicatrices sin maquillaje.
Y lo agradeció.
Se permitió cerrar los ojos otra vez, no por agotamiento, sino por placer. Por simple y poderoso placer de existir.
Ese día, el primero del resto —sin promesas, sin culpas—, se lo regaló por completo.
Y fue suficiente.
Versión original 26 de mayo 2010
Versión revisada 27 de julio 2025
Ojalá pudiese escribir mis pensamientos
ResponderEliminartan bién como tu muchachita.
Besito