—Este sábado quiero hacer una paellita —dijo con una emoción tan genuina que por un instante me pareció adorable.
Yo, que ya lo conozco, sonreí. “Paellita” en su léxico significaba aventura compartida… compartida al principio, hasta que la cebolla empezó a picarse sola, el arroz a no medirse con exactitud, y la cocina a convertirse en zona de guerra bajo mi mando.
Todo comenzó con la odisea de pedir prestada la paellera a su amigo margariteño-alemán: estricto, metódico y celoso de sus utensilios de cocina como si fueran reliquias de museo. La paellera llegó con instrucciones, advertencias y un dejo de amenaza implícita: “Ni se les ocurra rayarla”.
El sábado amaneció con entusiasmo. Fuimos al mercadillo del barrio como si estuviésemos protagonizando una película romántica europea: risas, olores frescos, sol de media mañana. El plan se derrumbó en cuanto llegamos a casa y él rompió un huevo al poner el primer pie en la cocina.
—Monta el caldo que yo hago todo lo demás —dijo con heroísmo.
Lo que no dijo fue que “todo lo demás” implicaba destruir el ecosistema de la cocina. Lavé calamares con las manos adormecidas, quité tinta de las paredes como si limpiara una escena del crimen y entre lavada y lavada de ollas, me fui transformando en la versión doméstica de Lady Macbeth, pero con delantal.
Le advertí lo del huevo —una vez más— y eso, según él, fue lo que arruinó el sábado. Yo pienso que el sábado se arruinó en cuanto alguien creyó que “hacer una paellita” era buena idea para un día de descanso.
Después de comer —porque sí, quedó sabrosa, aunque nadie tuvo fuerza para celebrarlo— le pedí que me ayudara a recoger. Me dio un “sí” tan ambiguo como un contrato de internet, y comenzó a guardar las sobras. Lo dejé solo un momento y escuché ese sonido metálico y fatal, como de sable raspando una campana de iglesia.
—¡Cuidado! ¡La paellera es de teflón! ¡No puedes usar metal! —grité, y fue el grito lo que selló nuestra guerra fría.
—Estoy harto de tus humillaciones —dijo, saliendo de la cocina como si huyera de un campo de batalla emocional. Se encerró en el cuarto como niño malcriado y yo, como adulta cansada, me dediqué a lavar platos con la resignación de quien sabe que aún falta mucho arroz por raspar.
Horas más tarde, con la torre de loza finalmente vencida, entré a la habitación. Le pedí disculpas. Le expliqué mi histeria. Le hablé de la paellera, del préstamo, de la responsabilidad compartida.
Él, sin mirarme:
—Yo estaba teniendo cuidado.
—¿No estabas usando una cuchara de metal para raspar el arroz?
—No.
—¿Me vas a decir en mi cara que no era de metal?
Silencio. Luego, con una mezcla de orgullo vencido y sinceridad tozuda:
—Bueno, sí. Pero lo estaba haciendo con cuidadito.
Y allí comprendí que no había nada más que decir.
Me di la vuelta y salí del cuarto, dejándolo con su “cuidadito” y su orgullo tan rayado como la paellera.
Versión original publicada el 21 de mayo de 2010
Versión revisada el 27 de julio 2025
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