El sistema fue claro: “oficina asignada aleatoriamente”. Pero Felipe seguía convencido de que todo —incluida la ubicación geográfica— era culpa mía.
Eran las nueve y media y el sol en Caucagua no quemaba, hervía. Juancito y yo nos bajamos del carro directo a una caldera invisible. Las doce personas en el porche parecían sobrevivientes de un apocalipsis solar. Me paré tras una señora que esperaba en la mitad de la calle, buscando las sombras con desesperación digna.
Cuando Felipe reapareció, parecía un personaje de telenovela venezolana en pleno clímax. Sudoroso, furibundo, casi poético:
—¡Sólo a ti se te ocurre pedir la cita del pasaporte en Caucagua! ¡En Los Teques había sombra, aire, civilización!
Respiré hondo. Conté mentalmente hasta tres, como enseñan en los talleres de control de ira, y exploté justo en el cuatro:
—¡Si eres tan perfecto y diligente, ¿por qué no lo hiciste tú?! ¡Al menos yo hice algo!
Alrededor, todos fingieron no escuchar. Pero los ojos hablaban.
Yo sabía que había perdido. No la cita. La compostura.
Y recordé esa frase que una vez leí:
“Nunca discutas con un imbécil, te hará descender a su nivel… y allí, te ganará por experiencia.”
Versión original: 19 de mayo de 2010
Versión revisada 27 de julio 2025
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