Siempre he sido de esas personas que se niegan a abandonar una película a medias, aunque el aburrimiento les arruine la tarde. Por eso, cuando me tocó ver La teta asustada para una asignación de narrativa, me armé de paciencia. La lentitud de las escenas y el silencio pesado me hicieron querer apagar el DVD más de una vez. “¿Por qué tanta solemnidad?”, me preguntaba, “¿qué tiene esta historia para ser tan… densa?”.
Pero la tarea era escribir una escena que me marcara, y decidí que debía entenderla a fondo. Empecé a investigar, a buscar la historia detrás de Fausta y su miedo heredado, esa “enfermedad” que no es física, sino un trauma profundo que atraviesa generaciones. Descubrí que la película no solo habla de una joven indígena, sino que es un canto triste y poderoso que habla de las heridas abiertas del Perú, de la violencia política que destruyó vidas y dejó huellas invisibles.
La escena que más me tocó es cuando Fausta vende sus cantos a Aída. En ese momento entendí que la película es como un pacto: Fausta cambia su voz —su esencia, su alma— por la posibilidad de sobrevivir, como la sirenita que entrega su voz para habitar otro mundo. Es doloroso y hermoso al mismo tiempo.
Ahora sé que La teta asustada no es lenta ni mala, es una joya que se revela solo cuando uno está dispuesto a mirar más allá de la superficie, a escuchar los silencios y a sentir el peso de esas historias que siguen vivas, aunque duelan.
Versión original 30 de mayo 2010
Versión revisada 27 de julio 2025
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