Hace un par de semanas me encomendaron una misión casi cruel: escribir una crónica sobre la esquina de las barajitas en Los Palos Grandes. Lo que para muchos sería un sueño —mezcla de nostalgia, deporte y estampitas brillantes— para mí fue como una patada en el hígado con tacos de aluminio: detesto el fútbol.
Pero valiente al fin, agarré mi libreta, mi lápiz y una dignidad más bien endeble, y bajé con la mejor disposición que pude simular a entrevistar a todo aquel con un álbum Panini entre manos. ¿El resultado? Un absoluto desastre.
Logré producir la crónica más plana, sosa y anodina jamás escrita en esta tierra tropical. Ni siquiera las referencias cultas que intenté meter con calzador —como los deliciosos escritos de Federico Vegas sobre la pérgola femenina de la Plaza de Los Palos Grandes— lograron salvarla. Hablé de nubes de mariposas amarillas, de las lluvias de junio, de la calima de Caracas… pero no. Aquello era un adefesio con ínfulas líricas. Y no lo entregué. Preferí excusarme. Ser tachada de irresponsable era mucho más digerible que ser reconocida como la autora de semejante atentado literario.
Sin embargo, con los días, la fiebre futbolera comenzó a colarse en todos los rincones de mi vida. Y no lo digo en sentido figurado: el fútbol estaba literalmente en todas partes. Mis amigos en Facebook aparecían con las caras pintadas de sus equipos favoritos, como si hubieran sido víctimas felices de un secuestro por parte de las payasitas "Ni Fu Ni Fa".
Los carros comenzaron a ondear banderas como si Caracas fuera sede del Mundial… y en algunos casos, varias banderas por vehículo. Supuse que mamá, papá e hijos habían hecho pacto de tolerancia multinacional. O que simplemente se dejaron llevar por el merchandising global.
Eran apenas las cinco de la tarde del 11 de junio, y yo ya sentía náuseas. De fútbol. De tanto Waka Waka. Pensé: si la Vinotinto participara, tal vez me emocionaría. Quizás. Con suerte. Pero ni eso.
Entonces, en un arranque de exilio emocional, decidí declarar públicamente mi rareza en Facebook. Escribí:
"Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos… que soy la única marciana a la que no le gusta el freaking fútbol!!!"
¡Diez comentarios de apoyo inmediato! Una tribu de disidentes digitales salió a mi encuentro como si me estuvieran esperando.
Mi hermano, noble ejemplo del fanatismo tradicional, me respondió que era una suerte de Ebenezer Scrooge futbolístico. No pude desmentirlo. Lo único que logré fue que tres almas caritativas lo enviaran, sin escalas, a la porra.
Seguí en mi espiral marciana:
"Definición de eclecticismo: hacer marquesas de chocolate por encargo mientras se toma vino en soledad… oyendo a Juanga en Bellas Artes, homenajeando a la entonces pareja presidencial, Salinas de Gortari. Todo esto mientras el resto del planeta baila el Waka Waka. Desde Marte reporta: Julieta Capuleto."
Ese post cosechó tres comentarios más, uno de ellos desde París, lo que elevó instantáneamente mi nivel de sofisticación excéntrica.
Pero el mensaje más memorable vino de mi amiga Rosa:
“Amiga, creo que estás un poco perturbadita… jajaja, nada grave. Igual te quiero.”
Y yo también me quiero. Aunque no entienda las reglas del offside, aunque la pasión mundial me pase por encima como un estadio lleno y aunque haya escrito la crónica más fallida de mi carrera, me consuela saber que hay otros marcianos como yo.
Desde esta isla sin bandera en medio de la Copa del Mundo, se despide esta perturbadita atea de la religión futbolística.
Versión original 12 de junio de 2010Versión revisada 27 de julio de 2025
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