Osmel la había llevado al atelier de la renombrada diseñadora Piera Ferrari, y cuando el vestido estaba casi listo, plantó a la modista, porque su buen amigo Guy Meliét, en un ataque de inspiración al mejor estilo de los grandes maestros, había diseñado una de sus más hermosas creaciones y le pidió a una chica especial para lucir su obra. El traje tendría como base una tela color piel para dar la sensación de desnudez. Estaría cubierto de grandes lentejuelas de acetato tornasolado, bordadas a mano con canutillos transparentes. De gasa francesa de diversos colores, semejantes a los destellos de las laminillas, estaría hecha la cola. – ¡Te vas a ver como una sirena rodeada de espuma marina! Dijo el satisfecho diseñador con su distintivo acento galo.
Horas esperó parada haciendo las veces de maniquí viviente en el estudio del virtuoso Meliét. Se quedaba quieta y maravillada observando el laborioso trabajo. Primero construía un vestido con lienzo blanco, lo hacía sobre el cuerpo y sólo cuando ese patrón estaba perfecto –sin arrugas ni bolsas- era que el cortaba las costosísimas telas importadas. ¡No podía creer que el blanco modelo sería descartado luego!
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