jueves, 3 de junio de 2010

La sirena

Osmel la llevó al atelier de Piera Ferrari con una mezcla de orgullo y urgencia. El vestido casi estaba listo, pero justo cuando todo parecía perfecto, Osmel cambió de planes. Su buen amigo Guy Meliét, un diseñador de renombre con un toque casi divino, acababa de crear una obra maestra y necesitaba a alguien especial para estrenarla. Sin dudarlo, la eligió a ella.

Cuando llegó al estudio de Guy, encontró un espacio vibrante, donde el arte y la moda se fundían en cada detalle. Guy la miró con una sonrisa cómplice y comenzó a describir el vestido: una base color piel, que haría parecer que su cuerpo se fundía con la tela, cubierto de lentejuelas tornasoladas que capturaban la luz como escamas vivas. La cola, hecha de gasa francesa de múltiples tonos, parecía flotar en el aire como espuma marina. —“Te vas a ver como una sirena rodeada de la misma agua que la acuna”, dijo con su acento francés que hacía cada palabra un canto.

Ella esperó horas, quieta, haciendo las veces de maniquí viviente. Se sentía atrapada en una magia silenciosa, mientras Guy construía el vestido con una precisión obsesiva. Primero diseñó un modelo de lienzo blanco, lo ajustaba, eliminaba arrugas, moldeaba cada curva. Era casi un ritual, un acto de creación que parecía sacrílego cuando, finalmente, el patrón perfecto fue descartado.

Ella entendió que aquella tela blanca era solo el esqueleto invisible de un sueño. Un sueño que ahora vestía, una sirena entre luces y sombras, destinada a deslizarse por la pasarela como si el agua misma la empujara.

Y mientras la luz del estudio acariciaba las escamas tornasoladas, supo que nunca volvería a sentirse tan libre, ni tan atrapada, como aquella tarde en que se convirtió en sirena.


Versión original 04 de junio 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

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