
Salimos de la sala de cine envueltos en ese silencio tibio que queda después de una buena película. Mi esposo y mi hijo hablaban bajo, como si aún llevaran la oscuridad en la voz. Era domingo en la tarde, ese limbo entre lo que se termina y lo que está por comenzar.
Los comercios del centro comercial estaban casi todos cerrados. Dimos varias vueltas antes de encontrar el último baño abierto.
—Ya vengo, espérenme aquí —les dije, y entré sola.
Dentro, la fila era larga. Cómo no. Murphy trabaja horas extra en esta ciudad. Me resigné, ajusté la correa del bolso y miré la pantalla del teléfono, sin ver nada realmente.
Fue entonces cuando alguien me empujó. Un codazo en la espalda baja. Volteé con la molestia lista en la garganta.
—¡Oye, qué te pa...!
La frase murió antes de nacer. Era un hombre, un padre, que abría paso con desesperación. Su hija venía detrás. Estaba paralizada en medio de un charco tibio que la delataba. Tendría unos siete, tal vez ocho años. Tenía los brazos abiertos como quien espera algo que no sabe nombrar, la mirada baja, los labios temblorosos.
Media docena de mujeres en la fila la miraban con una mezcla de lástima y pudor ajeno. Pero nadie se movía. Nadie decía nada. Como si el accidente de la niña fuera una escena incómoda que no debían interrumpir.
Entonces hice lo único que me salió del alma.
—Ven, mi amor —le dije—. No te asustes, es solo un accidente.
Le tomé la mano. Estaba fría, suave, como una flor mojada.
Arranqué papel del dispensador y se lo ofrecí con delicadeza. La guié al lavamanos y abrí el grifo. Nos lavamos las manos. Le hablé en voz baja, como si fuera mi hija, como si la conociera de antes.
—¿Tu papá está afuera? —pregunté.
Asintió. No hablaba, pero entendía todo.
Y entonces lo supe. El gesto de los dedos, la forma de mirar de lado, la postura del cuerpo: un mapa genético sin palabras.
Luché, en vano, contra el nudo que me subía al pecho.
Me lavé las manos otra vez. Para distraerme. Para no llorar.
Maldito cromosoma extra. Maldito número 21, que se repite donde no debe y les arrebata lo que el mundo llama “normalidad”. Qué palabra más mezquina.
La niña me sonrió antes de salir. Era una sonrisa torpe, imperfecta y absolutamente luminosa. La clase de sonrisa que te acompaña toda la vida.
Me quedé sola, frente al espejo empañado.
Afuera me esperaban los míos. Les diría que había cola, que tardé un poco. Mentiría lo justo. Pero sabría, en lo más hondo, que aquel baño público había sido por un instante sagrado. Un lugar donde el amor, la ternura y el instinto materno hicieron lo que ni la ciencia ni el juicio social pueden hacer: ver.
Solo ver.
Y responder.
Publicado 23 de abril de 2010
Versión revisada 27 de julio 2025