viernes, 30 de abril de 2010

Fragmentos de mi cuento - El vestido

—¿Dónde le dejo el vestido, Sr. Meliet?

—Es tuyo, reina... te lo ganaste —concedió el francés, sin mirarla.

Ella asintió, agradeció sin convicción y se marchó sin despedidas.
Cruzó el Poliedro como un fantasma con lentejuelas, cargando un descomunal bulto de tul y cansancio.
Lo embutió en la maleta del carro como si ocultara un cuerpo.
No era júbilo lo que sentía: era vértigo, vacío y maquillaje reseco.

Antes de volver a casa, se detuvo en el automac. Necesitaba consuelo.
—Un sundae de chocolate. Doble fudge. Por favor.
Lo recibió como quien recibe las cenizas de un sueño.

Tanto que lo había deseado… y no le supo a nada.
El dulce se le deshacía en la boca con la misma insipidez que la noche.
Ya no era princesa. Era cucaracha. Una más del mundo kafkiano en el que todo parecía una broma mal contada.

Lloró. Lloró como se llora con Puccini de fondo: sin pudor, sin pausa, sin piedad.

Y cuando el aria subió hasta romperle el pecho, se quedó dormida.
Entre lágrimas y terciopelo, con el vestido colgando de una silla.


…Tramontate, stelle!
All’alba vincerò. Vincerò. Vincerò.


Publicado el 30 de abril de 20100

Versión revisada 27 de julio 2025

lunes, 26 de abril de 2010

Fragmentos de un cuento - Rimas peligrosas

Nunca le gustó su nombre: Julieta.
En el colegio rimaba con ropa interior y, a veces, con partes más específicas. Volvía a casa entre lágrimas y súplicas:

—Por favor, papi… ¡cámbiamelo!

Él aguantaba la risa con la seriedad justa de un padre compasivo:

—Está bien. ¿Y cómo te gustaría llamarte?

No dudó. Una semana antes había visto Vaselina y todavía soñaba con el peinado de Olivia Newton-John y los pantalones imposibles.

—Sandy —dijo, con los ojos brillando.

Su padre soltó una carcajada que duró más que el trauma escolar.
Y casi, casi la convence de quedarse con Julieta.

Casi.

Porque al final del día, hasta Sandy rimaba con panty.

Publicado 27 de abril de 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

domingo, 25 de abril de 2010

Fragmentos de mi cuento - Táctica



Las manos le sudaban, como si su cuerpo intentara escapar por las palmas.
Sabía que, en ese instante ritual del saludo, su ansiedad se volvería visible, casi tangible, en la piel del otro.
El apretón: breve, cálido… húmedo.
Y luego, la incomodidad. La de él. Y sobre todo, la suya.

Pasaron meses antes de descubrir su táctica de defensa: adelantarse.
Tomar la iniciativa.
Un beso en la mejilla, rápido y delicado, antes de que nadie extendiera la mano.

Era un gesto simple, casi natural. Pero en su pequeña victoria de protocolo social, escondía una batalla íntima.
No todos los héroes llevan capas. Algunos, simplemente, evitan dar la mano.

Publicado 25 de abril 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

viernes, 23 de abril de 2010

La técnica


Cuando él le dijo que ya no la amaba, ella hizo lo que siempre había hecho frente al dolor: se quedó quieta, muy quieta, y contuvo la respiración.

Durante unos segundos, no sintió nada. Ni el pecho apretado, ni las lágrimas detrás de los ojos, ni el vértigo de saberse sola.

Solo vacío. Silencio. Como si el alma también pudiera fingir anestesia.

Exhaló lento.

La técnica funcionaba…
Solo que, como siempre, duraba menos que el daño.


Publicado el 23 de abril de 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

Todos menos uno.


Desde que comencé el taller de Literatura Creativa, me he sentido como pez en agua… salvo cuando el pez se entera de que tendrá que hablar del océano que lo aterra.

Las tareas me entusiasmaban. Las escenas, los diálogos, las descripciones. Incluso las clases en sí mismas tenían algo de juego, como si estuviéramos armando una casa con palabras y cada semana llegara con nuevos ladrillos.

Pero había una tarea que me rodeaba como una sombra. Una que no había llegado aún, pero que ya respiraba en mi nuca: el cuento final.
Un texto completo, propio, honesto. ¿Qué podía contar yo?

A todos mis amigos escritores les había hablado del taller con entusiasmo. A todos menos a uno.

Él era distinto. No solo por lo que escribía, sino por cómo escuchaba. Ese tipo de amigo que te lee las pausas más que las palabras.

Hasta que, finalmente, una tarde cualquiera, lo solté:

—Estoy haciendo un taller de literatura. Con Milagros Socorro —dije, como quien deja caer un nombre como una flor en la mesa.
—Ah —respondió con calma—. ¿Y cuál es tu tema?

No se detuvo en lo bonito de la experiencia. No pidió detalles ni elogios prestados. Fue directo al grano, como si lo supiera: ese era mi muro.

—Bueno… estoy explorando ideas —intenté.
—Escribe sobre lo que sabes —dijo, sin adornos.
—Claro, ¿y qué sé yo? ¿Cómo hacer loncheras balanceadas y elegir la fila más corta en el supermercado?

Me reí, sarcástica, como quien se burla de su vacío antes de que otro lo haga.

—Escribe sobre tus miedos —añadió, con la serenidad de quien sabe que el terror, bien contado, puede ser una forma de luz.

—Yo, por ejemplo —continuó—, tengo un pánico atroz a morir ahogado. Me gusta escribir sobre eso. Hasta me resulta terapéutico.

Pensé en Wolfgang. Pobre Wolfgang, que se nos fue en Playa El Agua, tragado por una ola absurda y mal sincronizada. Lo recordé y, de pronto, entendí: escribir sobre el miedo era escribir sobre lo que duele. Sobre lo que palpita aunque uno no lo nombre.

Esa noche, abrí la libreta y escribí:

Miedo a no estar cuando más me necesiten. A que mis hijos crezcan sin las palabras justas. A que un día no reconozca mi reflejo. A que el amor no alcance para amortiguar lo cotidiano. A los silencios incómodos. A los domingos sin propósito. A los amigos que se enfrían. A las ideas que no llegan. Al insomnio lleno de pensamientos inútiles. A la lucidez que a veces raspa.

Y escribí más.

Fui llenando páginas con todas las formas posibles de miedo.

Todos menos uno.
Ese, no sé si algún día lo podré escribir.
Quizás por pudor.
Quizás porque si lo nombro, ya no podré callarlo.

O quizás, porque ese miedo —el más profundo— soy yo misma cuando me miro sin disfraces.

Publicado 23 de abril 2010
Versión revisada 27 de abril 2025

Un día de furia.


Lo vi apenas entré al estacionamiento: un puesto libre, a pocos metros, como un oasis pavimentado.
—¡Qué suertuda soy! —murmuré, ya con la sonrisa lista para colgar en Instagram.

Pero entonces, apareció él.
Un hombre sin uniforme, sin placa, sin alma visible:
—¡No, no, no! Aquí no puede pararse. Siga.

—¿Y por qué no? —pregunté con voz de terciopelo irritado.

—Porque no.
Así, sin más. Como si fuera el mismísimo oráculo del centro comercial.

No estaba dispuesta a ceder. Bajé del carro con un portazo que hizo eco en todo el sótano.
Él se cruzó de brazos.
Yo también.
Él no dio su nombre.
Yo me lo inventé y se lo grité igual.

Al final, subí al carro como quien aborda un tanque de guerra. Solté el freno, pisé con furia, y los cauchos chillaron como si yo estuviera grabando Rápido y Furiosa 9: El puesto es mío.

El hombre saltó a un lado justo a tiempo. No por astucia, sino por miedo a ser convertida en calcomanía de parabrisas.

Apreté la alarma. Caminé como heroína de película mala.

Y mientras me alejaba, solo pensé una cosa:

Temí por mi carro.
Porque él, el supuesto vigilante, me estaba mirando con cara de venganza y destornillador.

Original 23 de abril 2010
Versión actualizada 27 de julio 2025

Cultura general


La sala de espera era una tortura. Ayuno obligatorio, ayuno de conversación también, porque ya no teníamos ni energía para quejarnos del retraso.

—Traje el periódico y la Cosmopolitan —anunció mi amiga, como quien reparte salvavidas en un naufragio.

—¡Yo quiero la revista, porfa!

Ella, con falsa condescendencia:

—Está bien. Tú sumérgete en tus banalidades mientras yo me instruyo con las noticias del mundo.

Nos reímos. Cada quien a lo suyo.

Dos minutos después, me miró por encima del papel, los ojos abiertos como dos signos de exclamación:

—¿Tú sabes quién es John Holmes?

Sonreí con la calma de quien sabe cosas que no están en los editoriales.

—Claro que sí. Banal e inútil… pero informada.

Publicado 23 de abril 2010
Versión revisada 27 de julio 2025



La fila


Salimos de la sala de cine envueltos en ese silencio tibio que queda después de una buena película. Mi esposo y mi hijo hablaban bajo, como si aún llevaran la oscuridad en la voz. Era domingo en la tarde, ese limbo entre lo que se termina y lo que está por comenzar.

Los comercios del centro comercial estaban casi todos cerrados. Dimos varias vueltas antes de encontrar el último baño abierto.

—Ya vengo, espérenme aquí —les dije, y entré sola.

Dentro, la fila era larga. Cómo no. Murphy trabaja horas extra en esta ciudad. Me resigné, ajusté la correa del bolso y miré la pantalla del teléfono, sin ver nada realmente.

Fue entonces cuando alguien me empujó. Un codazo en la espalda baja. Volteé con la molestia lista en la garganta.

—¡Oye, qué te pa...!

La frase murió antes de nacer. Era un hombre, un padre, que abría paso con desesperación. Su hija venía detrás. Estaba paralizada en medio de un charco tibio que la delataba. Tendría unos siete, tal vez ocho años. Tenía los brazos abiertos como quien espera algo que no sabe nombrar, la mirada baja, los labios temblorosos.

Media docena de mujeres en la fila la miraban con una mezcla de lástima y pudor ajeno. Pero nadie se movía. Nadie decía nada. Como si el accidente de la niña fuera una escena incómoda que no debían interrumpir.

Entonces hice lo único que me salió del alma.

—Ven, mi amor —le dije—. No te asustes, es solo un accidente.

Le tomé la mano. Estaba fría, suave, como una flor mojada.

Arranqué papel del dispensador y se lo ofrecí con delicadeza. La guié al lavamanos y abrí el grifo. Nos lavamos las manos. Le hablé en voz baja, como si fuera mi hija, como si la conociera de antes.

—¿Tu papá está afuera? —pregunté.

Asintió. No hablaba, pero entendía todo.

Y entonces lo supe. El gesto de los dedos, la forma de mirar de lado, la postura del cuerpo: un mapa genético sin palabras.

Luché, en vano, contra el nudo que me subía al pecho.

Me lavé las manos otra vez. Para distraerme. Para no llorar.

Maldito cromosoma extra. Maldito número 21, que se repite donde no debe y les arrebata lo que el mundo llama “normalidad”. Qué palabra más mezquina.

La niña me sonrió antes de salir. Era una sonrisa torpe, imperfecta y absolutamente luminosa. La clase de sonrisa que te acompaña toda la vida.

Me quedé sola, frente al espejo empañado.

Afuera me esperaban los míos. Les diría que había cola, que tardé un poco. Mentiría lo justo. Pero sabría, en lo más hondo, que aquel baño público había sido por un instante sagrado. Un lugar donde el amor, la ternura y el instinto materno hicieron lo que ni la ciencia ni el juicio social pueden hacer: ver.

Solo ver.

Y responder.

Publicado 23 de abril de 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

Nalgas de acero



¿Cuándo será el día que aprendamos que todo aquello que parezca demasiado bueno para ser cierto… probablemente lo sea?... Me temo que nunca. No hay cerebro que valga, ni razonamiento, ni inteligencia, ni universidad, ni PHD… Ni lo más importante EXPERIENCIA!!!... a la hora de querer que nuestros más profundos deseos se conviertan en realidad, somos incapaces de reconocer falsas promesas; nuestra edad mental disminuye hasta llegar a la niñez, en tan sólo pocos segundos… lo que dura la publicidad de nuestra nueva y más indispensable necesidad:

¡Los nuevos zapatos de goma Easy Tone de Reebok! ¡Si me los compro voy a tener nalgas de acero!

Las noticias del closet.


Lo que más me asombra de la “salida del closet” de Ricky Martin, es que se haya convertido en la gran noticia de primera plana mundial.
¿Qué puede importarnos con quién se acuesta Ricky Martin?, ¿Por qué nos interesa tanto?, ¿Cuando dejó de ser la sexualidad de cada quien un asunto privado? ¿Cuál es el morbo? Me imagino que de alguna forma, tanto mujeres como hombres, debemos albergar de manera inconsciente la esperanza de llegar a tener “algo” con el Adonis boricua… y el interés por el asunto demuestra, en alguna medida, nuestros más eróticos instintos…. ¿No es precisamente de eso, de lo que se trata ser un “sex simbol”?
De otro modo no puedo explicar la velocidad del viaje de esta noticia!!!
Lo cierto es que el sufrimiento… o alegría que produjo esta confidencia tan reseñada (según sea el género del receptor)… no es ni la sombra de lo que pudo haber conmovido a los seguidores del pobre Rock Hudson, quien no tuvo la dicha de nacer en una época en la que lo Gay…. Es tan cool !!!