sábado, 29 de mayo de 2010

La teta asustada

Siempre he sido de esas personas que se niegan a abandonar una película a medias, aunque el aburrimiento les arruine la tarde. Por eso, cuando me tocó ver La teta asustada para una asignación de narrativa, me armé de paciencia. La lentitud de las escenas y el silencio pesado me hicieron querer apagar el DVD más de una vez. “¿Por qué tanta solemnidad?”, me preguntaba, “¿qué tiene esta historia para ser tan… densa?”.

Pero la tarea era escribir una escena que me marcara, y decidí que debía entenderla a fondo. Empecé a investigar, a buscar la historia detrás de Fausta y su miedo heredado, esa “enfermedad” que no es física, sino un trauma profundo que atraviesa generaciones. Descubrí que la película no solo habla de una joven indígena, sino que es un canto triste y poderoso que habla de las heridas abiertas del Perú, de la violencia política que destruyó vidas y dejó huellas invisibles.

La escena que más me tocó es cuando Fausta vende sus cantos a Aída. En ese momento entendí que la película es como un pacto: Fausta cambia su voz —su esencia, su alma— por la posibilidad de sobrevivir, como la sirenita que entrega su voz para habitar otro mundo. Es doloroso y hermoso al mismo tiempo.

Ahora sé que La teta asustada no es lenta ni mala, es una joya que se revela solo cuando uno está dispuesto a mirar más allá de la superficie, a escuchar los silencios y a sentir el peso de esas historias que siguen vivas, aunque duelan.

Versión original 30 de mayo 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

miércoles, 26 de mayo de 2010

No me rendiré.

En un cuarto de hotel barato, donde la humedad carcome las paredes y el aire huele a desesperanza, un viejo maloliente consumó la destrucción de una joven virgen, lanzándola a las cloacas de la mala vida. Es una historia repetida hasta la náusea, un ritual macabro que se repite en los rincones más oscuros del mundo.

La soledad aplasta como una losa pesada, y el tiempo parece morir en cámara lenta, detenido en el tic tac de un reloj roto que marca el final antes del principio. Las personas caminan mutiladas, fantasmas andantes que arrastran heridas invisibles, destrozadas por el desamor, o quizás por un amor que las devoró sin piedad.

El terror de un alma sola, enterrada viva en un rincón sin luz, consumiéndose poco a poco, suicidándose en las alcantarillas de una ciudad roja, donde ni siquiera la muerte ofrece alivio.

Ella lo ve, lo respira, lo siente en cada poro. Pero la oscuridad no la doblega.

Debe haber una forma de contarlo.

Tiene que haber una manera de desnudar esta podredumbre.

¡Se tiene que poder!

¡La tengo que encontrar!

Porque aunque el abismo se trague todo, aunque el peso del horror intente aplastarla, no se rendirá. No hoy, no nunca.

Y en esa obstinación yace su única esperanza: ser la voz de los que ya no tienen voz, el grito en la noche eterna, la sombra que se niega a desaparecer.

Versión original 26 de mayo de 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

martes, 25 de mayo de 2010

Fragmentos de un cuento - Levedad

IV

Tardó en abrir los ojos. No por sueño, sino por hinchazón: un llanto prolongado, espeso, como de sal derramada desde el alma, se había instalado durante la noche anterior. Cuando por fin lo logró, la luz tibia de la mañana le acariciaba la piel, y contra todo pronóstico, sonrió.

No era una sonrisa eufórica, ni festiva. Era una de esas sonrisas que brotan cuando el cuerpo aún no entiende del todo, pero el alma ya ha soltado. Una sonrisa con sabor a tregua.

Había despertado ligera.

Como si durante la madrugada un ángel —sin forma ni nombre, sin religión ni mandato— hubiese entrado sigilosamente, recogido con cuidado sus ganas de morirse, y en su lugar hubiese dejado una sensación de paz sin estridencias.

El mundo seguía igual. Las paredes eran las mismas, el espejo mostraba los mismos rastros de batalla bajo los ojos, pero algo en ella era distinto. No se sentía obligada a nada. Ni a responder mensajes. Ni a sonreír. Ni siquiera a estar bien. Sólo a estar.

Pasó el día en pijama, descalza, despeinada, con la cara limpia y sin maquillaje. Le supo a gloria.

Se permitió el lujo de desayunar tarde, de servirse un café frío, de no hacer la cama. Caminó por su casa como si la conociera por primera vez. Miró sus libros, sus fotos, sus trastos viejos con una ternura silenciosa, como quien observa a un amigo dormido.

Encendió la televisión. Miss Venezuela brillaba en pantalla, tan pulida y exacta como un objeto de colección. Hablaban con vocecitas agudas, impecables, y ella las escuchó con atención inusitada. Observó sus sonrisas milimétricas, sus respuestas entrenadas, sus cinturas imposibles.

Y por primera vez no sintió envidia. Ni nostalgia. Ni derrota.

Sintió alivio.

Porque no sería ella la que cargara esa corona como un yugo. No serían sus hombros los que sostendrían el peso de las expectativas ajenas, ni sus días los que se poblarían de compromisos, entrevistas, dietas y tacones eternos. Ella podía quedarse con su cuerpo imperfecto, con sus ojeras de vida vivida, con sus cicatrices sin maquillaje.

Y lo agradeció.

Se permitió cerrar los ojos otra vez, no por agotamiento, sino por placer. Por simple y poderoso placer de existir.
Ese día, el primero del resto —sin promesas, sin culpas—, se lo regaló por completo.
Y fue suficiente.

Versión original 26 de mayo 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

jueves, 20 de mayo de 2010

Sábado de ficción

—Este sábado quiero hacer una paellita —dijo con una emoción tan genuina que por un instante me pareció adorable.

Yo, que ya lo conozco, sonreí. “Paellita” en su léxico significaba aventura compartida… compartida al principio, hasta que la cebolla empezó a picarse sola, el arroz a no medirse con exactitud, y la cocina a convertirse en zona de guerra bajo mi mando.

Todo comenzó con la odisea de pedir prestada la paellera a su amigo margariteño-alemán: estricto, metódico y celoso de sus utensilios de cocina como si fueran reliquias de museo. La paellera llegó con instrucciones, advertencias y un dejo de amenaza implícita: “Ni se les ocurra rayarla”.

El sábado amaneció con entusiasmo. Fuimos al mercadillo del barrio como si estuviésemos protagonizando una película romántica europea: risas, olores frescos, sol de media mañana. El plan se derrumbó en cuanto llegamos a casa y él rompió un huevo al poner el primer pie en la cocina.

—Monta el caldo que yo hago todo lo demás —dijo con heroísmo.

Lo que no dijo fue que “todo lo demás” implicaba destruir el ecosistema de la cocina. Lavé calamares con las manos adormecidas, quité tinta de las paredes como si limpiara una escena del crimen y entre lavada y lavada de ollas, me fui transformando en la versión doméstica de Lady Macbeth, pero con delantal.

Le advertí lo del huevo —una vez más— y eso, según él, fue lo que arruinó el sábado. Yo pienso que el sábado se arruinó en cuanto alguien creyó que “hacer una paellita” era buena idea para un día de descanso.

Después de comer —porque sí, quedó sabrosa, aunque nadie tuvo fuerza para celebrarlo— le pedí que me ayudara a recoger. Me dio un “sí” tan ambiguo como un contrato de internet, y comenzó a guardar las sobras. Lo dejé solo un momento y escuché ese sonido metálico y fatal, como de sable raspando una campana de iglesia.

—¡Cuidado! ¡La paellera es de teflón! ¡No puedes usar metal! —grité, y fue el grito lo que selló nuestra guerra fría.

—Estoy harto de tus humillaciones —dijo, saliendo de la cocina como si huyera de un campo de batalla emocional. Se encerró en el cuarto como niño malcriado y yo, como adulta cansada, me dediqué a lavar platos con la resignación de quien sabe que aún falta mucho arroz por raspar.

Horas más tarde, con la torre de loza finalmente vencida, entré a la habitación. Le pedí disculpas. Le expliqué mi histeria. Le hablé de la paellera, del préstamo, de la responsabilidad compartida.

Él, sin mirarme:

—Yo estaba teniendo cuidado.

—¿No estabas usando una cuchara de metal para raspar el arroz?

—No.

—¿Me vas a decir en mi cara que no era de metal?

Silencio. Luego, con una mezcla de orgullo vencido y sinceridad tozuda:

—Bueno, sí. Pero lo estaba haciendo con cuidadito.

Y allí comprendí que no había nada más que decir.
Me di la vuelta y salí del cuarto, dejándolo con su “cuidadito” y su orgullo tan rayado como la paellera.

Versión original publicada el 21 de mayo de 2010
Versión revisada el 27 de julio 2025

miércoles, 19 de mayo de 2010

Bono recites Bukowski

Perdida por falta de experiencia o Pasaporte al infierno

El sistema fue claro: “oficina asignada aleatoriamente”. Pero Felipe seguía convencido de que todo —incluida la ubicación geográfica— era culpa mía.


Eran las nueve y media y el sol en Caucagua no quemaba, hervía. Juancito y yo nos bajamos del carro directo a una caldera invisible. Las doce personas en el porche parecían sobrevivientes de un apocalipsis solar. Me paré tras una señora que esperaba en la mitad de la calle, buscando las sombras con desesperación digna.

Cuando Felipe reapareció, parecía un personaje de telenovela venezolana en pleno clímax. Sudoroso, furibundo, casi poético:

—¡Sólo a ti se te ocurre pedir la cita del pasaporte en Caucagua! ¡En Los Teques había sombra, aire, civilización!

Respiré hondo. Conté mentalmente hasta tres, como enseñan en los talleres de control de ira, y exploté justo en el cuatro:

—¡Si eres tan perfecto y diligente, ¿por qué no lo hiciste tú?! ¡Al menos yo hice algo!

Alrededor, todos fingieron no escuchar. Pero los ojos hablaban.
Yo sabía que había perdido. No la cita. La compostura.
Y recordé esa frase que una vez leí:

“Nunca discutas con un imbécil, te hará descender a su nivel… y allí, te ganará por experiencia.”



Versión original: 19 de mayo de 2010
Versión revisada 27 de julio 2025


miércoles, 12 de mayo de 2010

The mission: Gabriel's Oboe

¿Quién se comió a mi papá?

Un día, sin aviso, mi papá desapareció. No se fue a otro país, ni al cielo. Estaba en su silla, en su casa, con su voz de siempre… pero ya no era él.

El hombre que me enseñó a dividir sin usar los dedos, que me hablaba de justicia como si fuera un superpoder, que me alzaba en hombros para ver el mundo desde más arriba… ese hombre se esfumó.

En su lugar, apareció un sujeto extraño, que renegaba de todo, que hablaba en tonos grises, que ya no miraba con luz en los ojos. Un hombre que no recordaba mis cuentos favoritos, ni mis cumpleaños, ni sus propias hazañas.

Me pregunté si fui yo la que cambió, si crecí demasiado rápido y al bajarme de sus hombros vi la verdad desde abajo.

¿Será que la Electra que lo adoraba murió una tarde cualquiera?
¿O que Agamenón nunca existió, y lo inventé a punta de amor?

No lo sé.
Solo quiero que me devuelvan a mi papá.
El de antes.
El de siempre.
El imposible.


domingo, 9 de mayo de 2010

Fragmentos de mi cuento - Con tacones desde Apure.

Del Estado Apure solo conocía el nombre de su capital: San Fernando. Ni siquiera estaba segura de si era famoso por los llanos, los ríos o los poetas. Pero eso no importaba. Cuando la seleccionaron para representar a esa región en el concurso nacional, asumió que todas las chicas eran originarias de los lugares que llevaban en la banda. Después se enteraría de que casi ninguna lo era. Era un disfraz geográfico, una cáscara regional para lucir diversidad en el escenario.

Aun así, se lo tomó en serio.

Acudió al oráculo familiar: su tío. No era un simple lector empedernido; era una biblioteca con corazón. Las demás tenían enciclopedias, ella tenía a su tío: un sabio de voz lenta, manos grandes y una memoria capaz de recitar discursos de Bolívar mientras pelaba una mandarina.

—Necesito parecer de Apure —le dijo sin preámbulos.

Él sonrió, como si ya supiera de antemano que Apure no se lleva en la cédula, sino en el alma.

Le preparó una guía tan completa que parecía más una novela de aventuras que un compendio de datos. Había fechas, claro, pero también cantos de ordeño, relatos de crecidas, historias de llaneros con alma de coplero y mujeres que parían con las manos en el pilón.

Ella lo estudió todo, como si prepararse para un certamen fuera lo mismo que prepararse para una batalla.

Lo que no sabía aún era que poco importaría si conocía o no la historia geopolítica del estado. Su verdadero aprendizaje estaba por venir. En esos tres meses, entre espejos crueles, luces blancas y exigencias absurdas, aprendería el valor de disfrutar del viaje, aunque cada paso doliera como una punzada.

Al principio quiso huir.

En su afán de alcanzar el nivel de sus compañeras —muchas de ellas ya pulidas tras casi un año de ensayos—, se agotaba. A menudo terminaba hecha un ovillo en una esquina del salón, llorando de frustración, con los pies hinchados y el alma achicada.

—Si quieres brillar, tienes que pulirte, y el brillo duele —le dijo un día la profesora de pasarela, sin mirar atrás.

Los tacones eran una tortura. Caminaba como si tuviera clavos en las plantas de los pies. Debía llevarlos puestos siempre: en los ensayos, en las entrevistas, incluso al salir por un café. Solo se los permitían quitar para dormir o ducharse. Al cuarto día, ya no sentía los dedos. Al décimo, soñaba que sus pies se doblaban hacia adentro, como los de aquellas mujeres chinas de los pies vendados.

—¡No pongas esa cara de martirio, chica! —reía la instructora—. Te juro que terminarás por acostumbrarte.

Y lo hizo.

Una noche cualquiera, sin darse cuenta, cruzó el salón entera, erguida, elegante, sin tambalearse. Era como si sus huesos hubieran aprendido el equilibrio de la vanidad.

Fue entonces cuando entendió que no se trataba de representar a Apure, ni de encajar en un molde. El verdadero concurso no estaba en el escenario, sino en resistir la metamorfosis sin perderse a sí misma. Aprendió a mirar a sus compañeras sin compararse. A saberse distinta. A que cada ampolla tenía su mérito.

Un día antes de la gala, le entregaron su banda.

"Apure", decía en letras bordadas.

Sonrió. Ya no le parecía un disfraz.

Ese nombre, ajeno al principio, ahora le pertenecía. Porque se lo había ganado con cada paso doloroso, con cada lágrima seca, con cada respuesta memorizada entre sesiones de maquillaje y ansiedad.

La niña que había llegado con los pies descalzos del conocimiento, se había convertido en una mujer que caminaba —con tacones y todo— sobre sus propios logros.

Versión original 10 de mayo de 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

jueves, 6 de mayo de 2010

Algunas de mis particulares manías o inventario de rarezas.

Siempre pido lo mismo cuando vuelvo a un restaurante. Podrían tener el mejor plato del mundo en la página siguiente del menú, pero no me atrevo. Ya me enamoré de uno, ¿para qué coquetear con los demás?

Detesto beber agua. La encuentro tan poco interesante… como si mi lengua exigiera algo con personalidad.

No le quito las etiquetas a la ropa nueva hasta estrenarla. Me gusta sentir que, mientras cuelga en el clóset, sigue siendo promesa. Me resisto a convertirla en pasado tan pronto.

Aunque se caiga el mundo, nunca me acuesto sin desmaquillarme. Mi apocalipsis puede esperar, pero mi cutis no.

Leo revistas y periódicos desde la última página. Me gusta ir de atrás hacia adelante, como quien escarba buscando lo esencial al final del túnel. En la vida, sin embargo, me cuesta retroceder.

En baños públicos, bajo la cadena con el pie. Es una gimnasia de supervivencia. Y sí, soy de las que carga antibacterial como si fuera una cruz sagrada.

Amo comer en la cama. Es mi ritual de ternura egoísta, donde conviven las migas y los pensamientos sueltos.

Me sudan las palmas. Por eso me dan vergüenza los saludos formales. Siempre tengo la sensación de que al apretar una mano, alguien descubrirá algo de mí.

Digo groserías. Muchas. Con una elegancia que descoloca. Las uso como adorno, no como ofensa.

No me combino la cartera con los zapatos porque soy floja. Mudar el contenido es una operación que requiere una concentración digna del G7.

Abuso de los puntos suspensivos… Como si dejara siempre una puerta entornada… por si acaso.

Llego de primera a todas mis citas. No es puntualidad, es miedo a no llegar. La ansiedad no sabe medir el tiempo, solo correrle por delante.

Amo los zapatos de goma. Si fuera por mí, aboliría los tacones y los convertiría en mitos. El Olimpo puede quedarse con sus diosas de vértigo. Yo prefiero tocar el suelo sin culpa.


Dicen que lo que uno cuenta de sí mismo no siempre es lo más importante. Que lo esencial se esconde en lo que no decimos.
Pero este inventario de rarezas me ha servido como mapa.
Porque en la suma de estos detalles, con todo su absurdo, me reconozco.
Y ahora que he vaciado un poco de mí, solo tengo una curiosidad:

¿Tú? ¿Con qué rituales extraños vives en secreto?

lunes, 3 de mayo de 2010

Fragmentos de mi cuento - El último desfile

Es imposible prever el instante exacto en que la vida se quiebra. A veces llega como un estallido, otras como una brisa sorda que, sin aviso, arranca de cuajo la raíz de todo lo que alguna vez pareció estable. Ella no supo en qué momento exacto ocurrió, solo sintió que, de un día para otro, todo lo que le daba sentido había sido borrado con descuido, como una mala línea de delineador frente al espejo.

El universo —esa maquinaria invisible que siempre despreció por considerarla absurda y mal escrita— ahora le parecía no solo caótico, sino cruelmente calculado. Como si se riera de ella con la boca torcida de un bufón maligno.

Fue educada en colegios religiosos, claro está. La habían bautizado, hizo su primera comunión en un vestido almidonado y, como todas las niñas de su clase social, conocía los nombres de los apóstoles y los himnos en latín. Pero nunca pisó una iglesia por voluntad propia. Hasta ese día.

No fue a orar. No llevaba súplicas ni propósito de arrepentimiento. Se presentó en el templo como quien encara a un enemigo. Altiva, erguida, desafiante. Sabía que no existía milagro capaz de deshacer el horror. No había redención ni consuelo posible. Aquello —esa monstruosidad que no nombraba ni en voz baja— era irreversible.

El templo de Altamira estaba casi vacío. El eco de sus tacones de aguja contra el mármol rompía la solemnidad como si fuera una provocación. Caminó por la nave central con la misma gracia que años atrás la hizo brillar en pasarelas internacionales. Su andar aún tenía la precisión de una mujer que conoce su cuerpo y sabe que lo están mirando, incluso cuando no hay testigos.

Ningún gesto de fe. Ninguna genuflexión. Solo la mirada fría, clavada en el altar como si estuviese retando a una divinidad que, según ella, nunca fue más que un rumor de infancia. Se sentó en el banco más cercano al púlpito, cruzó las piernas, encendió un cigarro (aunque estaba prohibido) y lo fumó con la elegancia intacta de una actriz en su escena final.

Una hora más tarde, en su apartamento, se desvistió sin apuro. Puso en el tocadiscos un aria de Verdi. Se maquilló con detalle, eligió un vestido negro sin hombros y abrió la caja de terciopelo donde dormía el revólver.

No dejó carta. Ni mensaje. Ni drama. La pistola entró en su boca como una palabra no dicha. Y entonces…

Pero nadie oyó el disparo. El portero juró haberla visto salir esa misma tarde, con un abrigo rojo, los labios intactos y las gafas de sol como escudo.
Algunos dicen que se fue a Europa.
Otros, que se convirtió en leyenda urbana, una viuda negra del este de Caracas.

Solo una cosa es cierta:
alguien aún deja flores en el banco de la iglesia, justo al frente del altar.
Una vez al año, siempre el mismo día.
Con una nota que dice:

"No recé. Solo vine a que me vieras caminar."

Publicado el 04 de mayo de 2020
Versión revisada el 27 de julio de 2025