martes, 29 de junio de 2010

Los Ángeles de la Literatura (y el ataque de fiebre moral)

No había pegado un ojo en toda la noche. Entre el malestar, el cansancio y una fiebre con nombre propio, amanecí con cara de final de temporada sin presupuesto. Me sentía tan mal que falté, por primera vez en siglos, a mi sagrada clase de spinning. Y lo peor no era el dolor de cabeza: era el culpómetro interno que me tenía sudando más por angustia que por fiebre.

Mi Superyó, ese policía moral con voz de madre católica y dedo acusador, me regañaba sin parar. Mientras tanto, mi Ello, adolescente, flojo y rebelde, quería quedarse viendo TikToks existenciales y memes de Nietzsche. La guerra interna era de proporciones bíblicas.

Entonces me escribe Loli:

Loli: – ¿Te buscó?

Yo: – No. Y además de enferma, estoy amargada con un ataque de malcriadez que ni yo me aguanto.

Loli: – ¿Y la profe?

Yo: – El lunes me dejó plantada para irse con María Cecilia. Supongo que si necesita que la lleve, me mandará un mensajito. Digo yo.

Loli: – ¡Vale, déjame buscarte, que estás malita!

Yo: – Mejor no… Estoy con humor de película iraní. Mejor llevo mi carro y dejo el drama en paz.

Ya en el salón, varias compañeras estaban en sus pupitres con cara de "¡Te vimos en línea a las 3 a.m.!". Apenas crucé la puerta me lanzaron la pregunta inevitable:

—¿Y la profe?

Con una dignidad teatral, sacudí la melena sudada como si fuera Beyoncé en slow motion y dije, en tono diva dolida:

—Seguramente la trajo María Cecilia.

Justo entonces, como salida de una telenovela de venganza, aparece María Cecilia detrás de mí:

—No, vine sola.

Plot twist.

Me senté en mi puesto de siempre, sintiéndome como acusada en un juicio público de “exceso de zalamería académica”. Todas sabían que yo era la consentida de la profe. The teacher’s pet. El pánico escénico me tenía tartamudeando excusas internas mientras mi conciencia seguía gritando: “¡La dejaste botada! ¡Traición a la patria gramatical!”

Y justo entonces:
RINNNNNNNGGGGG.
Como si Dios tuviera sentido del humor y señal de Movistar.

Yo (con voz temblorosa): – ¡Hola, profe! Sí… ya estoy llegando. Aquí cerquita…

Colgué y salí disparada con mis tres compañeras. Éramos como una versión low budget de Los Ángeles de Charlie, pero con ojeras, lapiceros en el pelo y más drama que acción. Y como en toda misión literaria, regresamos con la profe en menos de cinco minutos, triunfales, sudadas y redimidas. Ella, divina como siempre, y yo con cara de "jamás dudé", aunque todavía no me bajaba la fiebre ni la culpa.

Porque al final, la verdadera literatura no se escribe sola…
Y la teacher’s pet, con gripe o sin ella, siempre regresa a su aula.

Versión original 29 de junio 2010
Versión actualizada 28 de julio 2025

miércoles, 23 de junio de 2010

Daliborka es una cosa de negros…

Ayer le contaba a una amiga que empecé a dar clases de arte a un grupo de niños. Me miró con una ceja arqueada y preguntó con toda la inocencia del mundo:
—¿Y tú estudiaste educación?

Sonreí con suficiencia y respondí, como quien lanza una clave secreta:
—Sí. En la Torre Daliborka.

Ella me miró como si le hubiera hablado en checo antiguo, y yo, en ese instante, extrañé profundamente a mi hermano. Estoy segura de que, si él hubiese estado allí, me habría bastado con alzar la mirada para encontrar su guiño cómplice. A veces los hermanos hablan con gestos, otras veces con recuerdos.

Ya de adultos, mi hermano y yo tenemos una relación hermosa: somos amigos, aliados y confesores. Lo cual agradezco todos los días, sobre todo por no haberlo estrangulado cuando éramos niños.
En esa época, nuestras actividades principales eran: comer, dormir y pelearnos por absolutamente todo.

Pero crecimos. Y algo cambió. Ahora siento que somos de la misma especie, que hablamos el mismo idioma emocional. Los afroamericanos lo dicen mejor que nadie cuando conversan entre ellos sobre alguna experiencia que un blanco jamás entendería: “It’s a Black thing.” Es decir: “Ni lo intentes, eso se lleva en la sangre.”

Hace algunos años viajamos a Europa con nuestros padres, sin parejas, sin hijos. Sólo nosotros, como si alguien nos hubiera devuelto a la infancia, pero sin los gritos ni los codazos. Fue un viaje mágico.

En el castillo de Praga descubrimos la historia de un noble llamado Dalibor de Kozojedy —una especie de Robin Hood checo—, que fue condenado a muerte por dar refugio a unos rebeldes. Mientras esperaba su ejecución en las mazmorras, aprendió a tocar el violín. Lo tocaba con tanta belleza, que la gente se congregaba frente a la torre solo para escucharlo.

Dalibor se volvió tan popular, que las autoridades empezaron a temer el anuncio de su ejecución. (La historia tiene versiones menos románticas, pero no las vamos a arruinar ahora). En su honor, la torre fue bautizada “Daliborka”.

Desde entonces, en nuestra familia, “Daliborka” se volvió una frase clave. Cuando uno de nosotros intenta algo sin tener idea de cómo hacerlo, el otro dice:
—Tranquilo, si Dalibor aprendió a tocar el violín en prisión, tú puedes aprender a usar Excel.

Por eso, cuando le dije a mi amiga que estudié educación en la Torre Daliborka, no mentía: fue ahí donde aprendí que todo es posible si tienes las ganas, o al menos, si tienes un hermano que se ría contigo en el intento.

Y aunque mi hermano tiene los cachetes más rosados que un niño del páramo andino…
It’s a Black thing.

Original publicado el 23 de junio del 2010
Versión revisada 28 de julio 2025

jueves, 17 de junio de 2010

Inocente semántica.


El vagón estaba atestado. El aire olía a miedo viejo y a cuerpos que llevaban demasiado tiempo sin moverse. Hacía horas que sentía las piernas dormidas, hormigueando como si quisieran huir antes que el resto de ella. Se removió apenas y se obligó a mirar alrededor. No había espacio para más que eso: mirar.

Los rostros de los demás eran espejos del suyo: pálidos, exhaustos, vencidos. A veces alguien murmuraba una oración, otras veces sólo se oía el crujido de las tablas o el quejido de un niño que ya no lloraba por hambre, sino por hábito.

Pequeñas partículas de nieve, arrastradas por alguna rendija, flotaban dentro del vagón. Caían lentamente, como si la crueldad pudiera tener belleza.

Tenía sed, y el estómago le sonaba con una dignidad casi ridícula. Pero recordó la voz de su madre: “Una dama no pierde la compostura, ni siquiera en el infierno.”

Sacó del bolsillo su barra de labios. Roja, intacta. Se la aplicó con manos temblorosas, no por coquetería, sino por obediencia. A donde iba —le habían dicho— no necesitaría nada. Y sin embargo, allí estaba: roja entre la ceniza.

El chillido de los frenos la sacudió por dentro. El tren se detuvo bruscamente. Un adolescente se impulsó hacia la pequeña rendija que oficiaba de ventana. Sus dedos se aferraron al marco con ansiedad. Todos contenían la respiración.

—¿Qué ves, muchacho? —preguntó un hombre, la voz ronca de esperanza.

El chico tardó en responder. La vista al exterior era escasa, y las palabras, lejanas.

—Una estación… creo.

—¿Tiene nombre?

El chico entrecerró los ojos, como si el frío le nublara la lectura.

—A… usch… witz —balbuceó con torpeza, arrastrando las sílabas, ajeno al peso monstruoso de lo que acababa de decir.

Ella no entendió. La palabra le pareció torpe, incluso fea. Pero el silencio que siguió fue más helado que la nieve flotante. Entonces, como una grieta que se abre lenta pero segura, el terror se deslizó por dentro del vagón.

Y por primera vez en días, dejó de sentir las piernas.


Versión original 18 de junio de 2010
Versión revisada 28 de julio de 2025

viernes, 11 de junio de 2010

Confesiones de una marciana futbolera (o algo así)


    

Hace un par de semanas me encomendaron una misión casi cruel: escribir una crónica sobre la esquina de las barajitas en Los Palos Grandes. Lo que para muchos sería un sueño —mezcla de nostalgia, deporte y estampitas brillantes— para mí fue como una patada en el hígado con tacos de aluminio: detesto el fútbol.

Pero valiente al fin, agarré mi libreta, mi lápiz y una dignidad más bien endeble, y bajé con la mejor disposición que pude simular a entrevistar a todo aquel con un álbum Panini entre manos. ¿El resultado? Un absoluto desastre.

Logré producir la crónica más plana, sosa y anodina jamás escrita en esta tierra tropical. Ni siquiera las referencias cultas que intenté meter con calzador —como los deliciosos escritos de Federico Vegas sobre la pérgola femenina de la Plaza de Los Palos Grandes— lograron salvarla. Hablé de nubes de mariposas amarillas, de las lluvias de junio, de la calima de Caracas… pero no. Aquello era un adefesio con ínfulas líricas. Y no lo entregué. Preferí excusarme. Ser tachada de irresponsable era mucho más digerible que ser reconocida como la autora de semejante atentado literario.

Sin embargo, con los días, la fiebre futbolera comenzó a colarse en todos los rincones de mi vida. Y no lo digo en sentido figurado: el fútbol estaba literalmente en todas partes. Mis amigos en Facebook aparecían con las caras pintadas de sus equipos favoritos, como si hubieran sido víctimas felices de un secuestro por parte de las payasitas "Ni Fu Ni Fa".

Los carros comenzaron a ondear banderas como si Caracas fuera sede del Mundial… y en algunos casos, varias banderas por vehículo. Supuse que mamá, papá e hijos habían hecho pacto de tolerancia multinacional. O que simplemente se dejaron llevar por el merchandising global.

Eran apenas las cinco de la tarde del 11 de junio, y yo ya sentía náuseas. De fútbol. De tanto Waka Waka. Pensé: si la Vinotinto participara, tal vez me emocionaría. Quizás. Con suerte. Pero ni eso.

Entonces, en un arranque de exilio emocional, decidí declarar públicamente mi rareza en Facebook. Escribí:

"Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos… que soy la única marciana a la que no le gusta el freaking fútbol!!!"

¡Diez comentarios de apoyo inmediato! Una tribu de disidentes digitales salió a mi encuentro como si me estuvieran esperando.

Mi hermano, noble ejemplo del fanatismo tradicional, me respondió que era una suerte de Ebenezer Scrooge futbolístico. No pude desmentirlo. Lo único que logré fue que tres almas caritativas lo enviaran, sin escalas, a la porra.

Seguí en mi espiral marciana:

"Definición de eclecticismo: hacer marquesas de chocolate por encargo mientras se toma vino en soledad… oyendo a Juanga en Bellas Artes, homenajeando a la entonces pareja presidencial, Salinas de Gortari. Todo esto mientras el resto del planeta baila el Waka Waka. Desde Marte reporta: Julieta Capuleto."

Ese post cosechó tres comentarios más, uno de ellos desde París, lo que elevó instantáneamente mi nivel de sofisticación excéntrica.

Pero el mensaje más memorable vino de mi amiga Rosa:

“Amiga, creo que estás un poco perturbadita… jajaja, nada grave. Igual te quiero.”

Y yo también me quiero. Aunque no entienda las reglas del offside, aunque la pasión mundial me pase por encima como un estadio lleno y aunque haya escrito la crónica más fallida de mi carrera, me consuela saber que hay otros marcianos como yo.

Desde esta isla sin bandera en medio de la Copa del Mundo, se despide esta perturbadita atea de la religión futbolística.

Versión original 12 de junio de 2010
Versión revisada 27 de julio de 2025


miércoles, 9 de junio de 2010

Spinning.


   Pum, pum, pum. El ritmo de la música es rápido, tanto o más que mi corazón acelerado y rebosante de adrenalina. Somos dieciséis al mismo compás, pedaleamos en idéntica armonía y aún cuando estamos estáticos, hacemos un gran esfuerzo por seguir al líder.
   Sube la temperatura. Cierro los ojos para concentrar el brío. Ahora estoy sola. Siento caricias en mi rostro, en mis brazos, en mis pechos… Son las gotas de sudor que al deslizarse lo mojan todo.
   Oigo mi latido, también mi respiración y todo se funde en simetría con el movimiento. Mis venas pulsan cada vez más rápido… Pum, pum, pum… vibra en cada centímetro de piel.


   - ¡Vamos! ¡Fuerza!... ¡No se queden atrás!... ¡Ya vamos a llegar! – grita el profesor.


   Mis piernas duelen. Hace daño. Hace bien… Me desborda la agonía… Deliciosa agonía…. Profundo suspiro.
   ¡Llegué!

martes, 8 de junio de 2010

Paloma

Ella caminaba lo más rápido que podía con un par de baldes rebosantes de agua. Trataba de apurar el paso para deslastrarse del perro que insistentemente la olfateaba en sus partes íntimas. El jadeante animal no paraba de acosarla al tiempo que cruzaban el patio. Sucumbía a la oscilación para ganar algo de velocidad, pero era inútil, el perro no le perdía la pista, aullaba e insistía como si persiguiera a una hembra en celo.

Ya en la platabanda, soltó uno de los baldes en el piso y se apresuró a entrar en la improvisada jaula hecha de alambre de gallinero y láminas de zinc. Cerró tras de sí la puerta, y se dispuso a llenar el bebedero de las palomas.

El agua fresca caía en la ponchera y salpicaba alrededor mojando el arenal y a una paloma que no se movía como las otras. La joven se inclinó para recogerla. Un hilo de sangre surgía de la cabeza de la blanca paloma. Con ambas manos la llevó hacia su pecho y se puso de pie. El perro, afuera de la jaula, no paraba de ladrar cada vez más fuerte.

La joven asomó su cabeza para llamar al perro. Con su mano fuera de la jaula, sacudía al blanco y espantado pájaro para captar la atención del perro. Al lograr su cometido, arrojó lejos de sí a la moribunda paloma para salir corriendo de la jaula.

El perro, de inmediato comenzó a devorar al ave.

jueves, 3 de junio de 2010

La sirena

Osmel la llevó al atelier de Piera Ferrari con una mezcla de orgullo y urgencia. El vestido casi estaba listo, pero justo cuando todo parecía perfecto, Osmel cambió de planes. Su buen amigo Guy Meliét, un diseñador de renombre con un toque casi divino, acababa de crear una obra maestra y necesitaba a alguien especial para estrenarla. Sin dudarlo, la eligió a ella.

Cuando llegó al estudio de Guy, encontró un espacio vibrante, donde el arte y la moda se fundían en cada detalle. Guy la miró con una sonrisa cómplice y comenzó a describir el vestido: una base color piel, que haría parecer que su cuerpo se fundía con la tela, cubierto de lentejuelas tornasoladas que capturaban la luz como escamas vivas. La cola, hecha de gasa francesa de múltiples tonos, parecía flotar en el aire como espuma marina. —“Te vas a ver como una sirena rodeada de la misma agua que la acuna”, dijo con su acento francés que hacía cada palabra un canto.

Ella esperó horas, quieta, haciendo las veces de maniquí viviente. Se sentía atrapada en una magia silenciosa, mientras Guy construía el vestido con una precisión obsesiva. Primero diseñó un modelo de lienzo blanco, lo ajustaba, eliminaba arrugas, moldeaba cada curva. Era casi un ritual, un acto de creación que parecía sacrílego cuando, finalmente, el patrón perfecto fue descartado.

Ella entendió que aquella tela blanca era solo el esqueleto invisible de un sueño. Un sueño que ahora vestía, una sirena entre luces y sombras, destinada a deslizarse por la pasarela como si el agua misma la empujara.

Y mientras la luz del estudio acariciaba las escamas tornasoladas, supo que nunca volvería a sentirse tan libre, ni tan atrapada, como aquella tarde en que se convirtió en sirena.


Versión original 04 de junio 2010
Versión revisada 27 de julio 2025