Es imposible prever el instante exacto en que la vida se quiebra. A veces llega como un estallido, otras como una brisa sorda que, sin aviso, arranca de cuajo la raíz de todo lo que alguna vez pareció estable. Ella no supo en qué momento exacto ocurrió, solo sintió que, de un día para otro, todo lo que le daba sentido había sido borrado con descuido, como una mala línea de delineador frente al espejo.
El universo —esa maquinaria invisible que siempre despreció por considerarla absurda y mal escrita— ahora le parecía no solo caótico, sino cruelmente calculado. Como si se riera de ella con la boca torcida de un bufón maligno.
Fue educada en colegios religiosos, claro está. La habían bautizado, hizo su primera comunión en un vestido almidonado y, como todas las niñas de su clase social, conocía los nombres de los apóstoles y los himnos en latín. Pero nunca pisó una iglesia por voluntad propia. Hasta ese día.
No fue a orar. No llevaba súplicas ni propósito de arrepentimiento. Se presentó en el templo como quien encara a un enemigo. Altiva, erguida, desafiante. Sabía que no existía milagro capaz de deshacer el horror. No había redención ni consuelo posible. Aquello —esa monstruosidad que no nombraba ni en voz baja— era irreversible.
El templo de Altamira estaba casi vacío. El eco de sus tacones de aguja contra el mármol rompía la solemnidad como si fuera una provocación. Caminó por la nave central con la misma gracia que años atrás la hizo brillar en pasarelas internacionales. Su andar aún tenía la precisión de una mujer que conoce su cuerpo y sabe que lo están mirando, incluso cuando no hay testigos.
Ningún gesto de fe. Ninguna genuflexión. Solo la mirada fría, clavada en el altar como si estuviese retando a una divinidad que, según ella, nunca fue más que un rumor de infancia. Se sentó en el banco más cercano al púlpito, cruzó las piernas, encendió un cigarro (aunque estaba prohibido) y lo fumó con la elegancia intacta de una actriz en su escena final.
Una hora más tarde, en su apartamento, se desvistió sin apuro. Puso en el tocadiscos un aria de Verdi. Se maquilló con detalle, eligió un vestido negro sin hombros y abrió la caja de terciopelo donde dormía el revólver.
No dejó carta. Ni mensaje. Ni drama. La pistola entró en su boca como una palabra no dicha. Y entonces…
Pero nadie oyó el disparo. El portero juró haberla visto salir esa misma tarde, con un abrigo rojo, los labios intactos y las gafas de sol como escudo.
Algunos dicen que se fue a Europa.
Otros, que se convirtió en leyenda urbana, una viuda negra del este de Caracas.
Solo una cosa es cierta:
alguien aún deja flores en el banco de la iglesia, justo al frente del altar.
Una vez al año, siempre el mismo día.
Con una nota que dice:
"No recé. Solo vine a que me vieras caminar."
Publicado el 04 de mayo de 2020
Versión revisada el 27 de julio de 2025
El relato me mantuvo cautivo desde el principio. El final me impacto.
ResponderEliminarPero, por qué?, fué abusada por un cura, fué violada?. dimelo julieta
ResponderEliminardisculpame, empece por la ultima parte.
ResponderEliminarJajajajaja ese es el comienzo....
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