miércoles, 27 de octubre de 2010

El pequeño seductor.

Beatriz formaba parte del grupo de personas que conocían mis deseos de ser escritora, pero era de las pocas a las que había enviado parte del relato en el que trabajaba. En alguna oportunidad también le confesé ciertas frustraciones y miedos que hacían el camino al cumplimiento de mi sueño, harto difícil.

Como si fuese la reencarnación femenina de Sigmund Freud, sólo le tomó echar un vistazo, para entrelazar realidad, ficción, deseos y represiones, e hilar un diagnostico de los tormentos inconscientes que martillaban mi cabeza.

Desayunábamos juntas mientras en el otro extremo de la mesa, nuestros respectivos esposos le sacaban punta a la política del país. Su hijo Bruno, de ocho años de edad, me enseñaba su extraordinaria capacidad para el dibujo de mangas japonesas.

- ¡Bravo Bruno!… fenomenal - Aplaudí al pequeño por su maravillosa obra.

- ¿Bruno no le vas a dar un beso? - Preguntó Beatriz al chiquillo.

Sin alzar la vista Bruno sólo movió la cabeza de un lado a otro, en señal de negación. Su padre, contrariado ante el desplante, intervino:

- Hijo, ¿cómo le vas a negar un beso a una mujer bonita? ¿No te parece linda?- Bruno respondió con un contundente: -¡No!

Beatriz miró retadora a Bruno y con la pericia de una maestra veterana en el arte de usar psicología inversa, le dijo que si quería ser descortés y grosero, tendría que buscar otro plan, porque yo era la única mujer en el mundo a la que decirle que no era bella, era el cumplido más grande. Bruno soltó una carcajada y finalmente me dio un gran beso.

Al reflexionar sobre lo ocurrido, me di cuenta de lo cierta era la afirmación de Beatriz, y de lo mucho que me incomodaba el culto a la apariencia, pero sobre todo, que no existía para mí una cualidad o característica superlativa a la inteligencia.

Tiempo después leí en algún lado, que una de las reglas de la seducción del mismísimo Casanova, consistía en decirle a las mujeres hermosas que eran inteligentes, y a las inteligentes que eran hermosas.

El flashback fue instantáneo. No pude evitar recordar a Bruno, el pequeño seductor… ¿Será posible que siendo tan pequeño ejercitara su técnica?

jueves, 16 de septiembre de 2010

Una paella muy especial.

   El abuelo, emigrante de Canarias. La abuela, Margariteña de pura cepa.
   Los cinco hijos, nacidos en un paraíso terrenal: la pequeña Venecia.
   La paella, Delicia culinaria preparada con los mariscos más frescos, los ajíes más rojos y las manos más expertas… se convirtió en la ceremonia familiar por excelencia, donde el maridaje de los sublimes sabores unidos al aromático humo de la leña, tatuó en sus almas el sabor de la unión fraternal.
   En algún momento de sus vidas, los vástagos tuvieron su iniciación para probarse dignos sucesores de la sazón del clan, y estos a su vez transmitieron la sabiduría del rito familiar a sus hijos.
   La generación de nietos se cultivó en la tradición culinaria… pero uno de ellos, el más rebelde e indómito de todos, desarrolló su manera muy exclusiva, poética dirían algunos, de hacer de la paella una experiencia muy especial…un particular ingrediente añadió una nueva dimensión al platillo ibérico…
   En vez de perejil… el recién estrenado chef, eligió otra planta herbácea familia de las sativas, para aliñar su creación.
    …..
   Fue unánime el dictamen. Todos los galardones culinarios, todos los tenedores de oro, no serían suficientes…el chico estaba dotado de un gran talento, había superado a toda la casta de paelleros. Los alegres comensales elevados por un sublime sentimiento de bienestar espiritual y físico… regocijados ante la más positiva de las vibras, ovacionaron al joven novato y lo declararon ¡rey indiscutible de las paellas!

martes, 14 de septiembre de 2010

“Bucket list”

     El jueves murió una de mis compañeras del Taller de escritura creativa. En su blog personal tenía su “Bucket list”, aquellas cosas que quería hacer antes de “patear el balde”. Me entristeció enormemente que se fuera tan joven y me pregunto cuántos de los sueños enumerados en su lista pudo realizar.

  Leer ese post me hizo reflexionar profundamente y caí en cuenta de que los días se transforman en años en un abrir y cerrar de ojos y que yo no había hecho mi lista… y si no la hago, no puedo empezar a acumular logros.




- Ordeñar una vaca




- Sentarme en un torno para cerámica… con el fondo musical de unchained melody interpretada por los Righteous Brothers.




- Viajar en un crucero… por el Mar Báltico preferiblemente.




- Conocer Estambul.




- Hacer el camino de Santiago.




- Ir a una vendimia…




- Ir a un asentamiento indígena.




- Ver un parto natural.




- Hacer cima luego de escalar una montaña… un cerro pequeño es válido!




- Escribir un libro




- Hacer una excursión en kayak.




- Comer el gusano, luego de beber una botella de Mezcal.




- Hacer un paseo por la ruta 66.




- Manejar un descapotable.




- La gran Sabana… hay que ir.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Do not disturb.

Te imagino trotando junto al mar.

El iPod ceñido a tu brazo derecho, como una prótesis tecnológica que bombea música en vez de sangre. Llevas los lentes oscuros, no por el sol —que ya se va—, sino para ocultar el leve temblor de nostalgia que aún tiñe tu mirada. Ese dejo inconfundible de los que extrañan su tierra, su idioma, su sombra original.

Vas cruzando el ocaso.
Una silueta contra un cielo encarnado.
El sol se inclina hacia el mar como un gigante extenuado dispuesto a zambullirse en su lecho salado.

Tu perro jadea. Lo imagino fiel, pegado a tu ritmo, lengua afuera, víctima y testigo del calor costero. Acompaña tu soledad como si la comprendiera, como si también la llevara en sus patas.

En tus oídos suena Bach —sí, puedo oírlo contigo—: el preludio de la Suite No. 1, en cello, tocado por Yo-Yo Ma. Cada nota parece dictar el compás de tus pasos. La música, tus pies y tu corazón laten al unísono, como una coreografía secreta que sólo tú conoces.

Huelo el mar en ti.
Y el sudor.
Y ese perfume que sólo los cuerpos vivos emiten cuando se vacían corriendo hacia la nada.

A más de dos mil kilómetros, en otra ciudad, me deslizo en silencio hacia el sueño. Mis sábanas me envuelven con la tibieza de un deseo a medio pronunciar. Te sigo imaginando. Te quiero más nítido. Te quiero completo. Me apuro. Yo también quiero correr. También quiero llegar a ti.

Pero ya no estás.
Te me disuelves.
Como espuma.

Y entonces, ella aparece.

De espalda recta, cuello erguido, pasos secos. Tiene una ceja alzada como un sable: gesto inconfundible de los que juzgan, de los que censuran sin pestañear, de los que interrumpen la ternura con reglas.

Es acartonada. Precisa. Irrita por lo perfecta.
Pero la reconozco de inmediato.
Claro que sí.

Soy yo.

O mejor dicho, esa versión de mí que me vigila cuando más libre me siento. El alter ego que patrulla mis impulsos. La que dice "esto no es correcto", "esto no deberías pensarlo", "esto no se escribe".
La intrusa.

Se me planta en frente. Nos separa un suspiro. Su mirada busca la mía con autoridad de inspectora. Acerca su rostro hasta casi rozarme, y sin una palabra de más, se lleva el dedo índice a los labios pintados con mi rojo favorito. Me dice, sin voz, pero con el peso de una sentencia:

Shhhhhh… Do Not Disturb.

Y se esfuma.
Como tú.
Como el sueño.
Como lo que apenas empieza a doler cuando se apaga.


Versión original 03 de septiembre 2010
Versión revisada 29 de julio 2025

lunes, 23 de agosto de 2010

Martirio neoespartano.

La dicha del principio se transformó en escozor cuando sus labios agrietados rozaron la costra de sal que les dejó el mar. En los hombros y los pómulos, un latido constante marcaba el pulso del sol —ese verdugo inclemente de las tardes margariteñas—, que los castigaba como a criminales rendidos en la orilla.

Aún velados por la bruma y el ardor, sus ojos lograban distinguir el incendio en la piel de sus hermanos. Sabía que la suya debía lucir igual de roja, igual de viva, igual de vencida, después de horas de carreras, zambullidas y peleas fingidas entre las olas, como si la infancia fuera invencible.

Pero la lengua —hinchada por la sal, pastosa como la arena caliente— le recordaba que el tiempo de juego había terminado. No necesitaba reloj: era su cuerpo quien ahora marcaba la hora de partir, a golpes de sed.

No habían bebido ni una gota desde la mañana. Los refrescos en los quioscos eran un lujo impensable —costaban el doble, decía su padre—. El agua era una idea remota, condenada por la mala previsión y la costumbre. Había que esperar a la bodega, allá en el pueblo, donde el padre haría valer su derecho de proveedor con una ronda de maltas o colas tibias. Si es que se apiadaba.

La rutina era férrea, casi ritual. Solo había una toalla para los cuatro. Y debían cambiarse los trajes de baño empapados por ropa seca antes de subir al carro. La norma era clara: nadie se montaba mojado en el Chevy de papá.

Hagan fila por orden de tamaño —ordenaba él, como quien da instrucciones a una tropa.

El último turno era suyo, por ser el mayor. Y por tanto, el más castigado. Para cuando le llegaba la toalla, ya no era toalla, sino lija: empapada, llena de arena y sal, raspaba más que secaba. Pero debía resistir, sin quejarse. El ejemplo, siempre el ejemplo.

Los labios apretados, los ojos húmedos —pero sin llanto—, el orgullo cubriéndole la espalda como un caparazón. Apretaba los puños mientras el peine se deslizaba por su cabello enredado, como un arado sobre tierra ardiente.

Abrió la puerta del viejo Chevrolet y fue como destapar un horno: una bocanada de fuego lo recibió en pleno rostro. Se sentó. Las nalgas, la espalda y los muslos pegaron el grito al unísono. El metal ardía. El vinil quemaba. Y sin embargo, su mano se lanzó al rescate: bajó la manivela de la ventana con dedos ya curtidos, acostumbrados al suplicio.

Entonces, ocurrió el milagro: la brisa marina entró. La brisa de Margarita.

Acarició su rostro como lo haría una madre ausente. Sosegó la piel ardida, calmó los músculos tensos. El azul del mar —ese azul imposible, dulce y salado a la vez— obraba como un analgésico divino. Poco a poco, el martirio se diluía. Como si nunca hubiera existido.

Años más tarde, ya hombre hecho, se preguntaría si aquella rutina salvaje —la sed, la lija, el sol, el asiento hirviente— era solo descuido... o acaso una herencia antigua, secreta, genética.

Una prueba, quizás, para templar el carácter.
Como si descendiera de guerreros.
Como si ser hijo de Esparta —o de Margarita— fuera, en el fondo, lo mismo.

Versión original 24 de agosto 2010
Versión revisada 29 de julio 2025


viernes, 20 de agosto de 2010

My dearest Monsieur….

Llevaba semanas en silencio.

Al principio, la lucha fue digna: sentada frente al computador, el cursor parpadeaba con una impaciencia cruel. Tic. Tac. Tic. Tac. Como un metrónomo que marcaba la danza invisible de las ideas que no llegaban. El documento de Word, impecablemente blanco, la desafiaba con una arrogancia muda. Luego, vino el abandono disfrazado de descanso. Y más tarde, la evasión disfrazada de ocupaciones urgentes.

Él, mientras tanto, la observaba sin juicio. Con sus ojos celestes —de esos que no piden permiso para mirar dentro—, ya sabía. Demasiado tiempo sin escribir ni siquiera un “hola”. Y él lo entendía mejor que nadie: ella no era ella cuando no escribía.

Así que una noche de jueves, sin decir mucho, le puso en las manos un regalo. Ella lo reconoció antes de desenvolverlo. Lo había visto mil veces: en películas, en vitrinas, en manos famosas de artistas que amaba. Era una Moleskine, negra, austera, elegante, cargada de leyenda. El tipo de libreta que parecía tener una historia antes incluso de ser abierta.

Rasgó el celofán con una emoción casi infantil. Cerró los ojos. El olor a papel nuevo la golpeó con fuerza, como un recuerdo que no es de esta vida, sino de muchas pasadas. Era limpio, denso, casi sagrado.

Tomó un lápiz. No uno cualquiera: el más afilado, de mina fina y cuerpo delgado. Y comenzó a deslizarlo. Primero con timidez. Luego con una suerte de placer táctil. El roce del grafito sobre el papel tenía algo de piel y algo de agua.

Trazó una palabra. Luego otra. Las tachó. Probó una distinta. Hizo un dibujo pequeño en la esquina, casi una firma secreta. Escribió en los márgenes. Dejó manchas. Empezó a recordar frases que creía olvidadas.

Y en medio de ese caos encantador, sonrió.

No como quien vence una batalla, sino como quien regresa a casa.

Bajó la cabeza, apretó el lápiz entre los dedos, y comenzó a escribir de verdad.

Versión original 20 de agosto 2010
Versión revisada 29 de julio 2025


miércoles, 4 de agosto de 2010

Amelia.

En el pequeño pueblo de Madroñera, allá donde las cigüeñas hacen nido en los campanarios y el sol cae a plomo sobre los olivares, hay una señora que no pasa inadvertida ni por error: Doña Amelia Sánchez Redondo, conocida entre familiares como "Tiíta", y entre lugareños como “la que grita desde el balcón con un abanico de encaje”.

Nació en Alburquerque en 1928, la menor de dos hermanas, y creció en una casa donde se aprendía latín antes que a montar en bicicleta. Nunca fue a la universidad —porque una señorita decente no necesitaba diplomas, sino buenos modales, bordado fino y un esposo con herencia—. Y lo consiguió: se casó con Antonio, farmacéutico, hijo único, adinerado y absolutamente devoto a ella hasta el último bostezo de su vida. Murió hace quince años, y con él, Amelia heredó más joyas que afectos, más tierras que nietos.

Doña Amelia es un espectáculo en sí misma. Bajita, cintura generosa, piernas como cerillas, busto alto y orgulloso como un estandarte. Sale todos los días al mercado —aunque no necesita nada— con sus minifaldas, tacones de aguja y escotes que desafían al tiempo, a la moda y a la lógica. Su cabello, escaso y largo, cae por sus hombros como una bufanda de hilos mal teñidos: negro azabache con dos centímetros de sinceridad en las raíces. Sus cejas y labios los dibuja cada mañana con pulso de cirujano miope: uno alto, otro bajo; el labial extendido en capilares carmesí que le otorgan una sonrisa de telaraña.

No ve bien, pero se niega a usar las gafas porque son tan gruesas como el fondo de una garrafa de aceite. Y aunque la vista le falla, la memoria no: recuerda con precisión cada cumpleaños, cada promesa, y cada traición familiar. Su resentimiento por su hermana Isabelita, que emigró a América, es tan espeso como el chocolate de la merienda. Y aunque dice querer a sus sobrinos, nunca les perdona no haber nacido “españoles castizos, con acento de verdad”.

Su sobrina —la favorita, la heredera— es la única que puede llamarla sin ser reprendida (si no es su santo, claro). A ella le encarga misas futuras, le confía la administración de su legado y le hace prometer que jamás permitirá que nadie la entierre "con esa cara de mortadela que ponen en los velorios latinos".

Pero su debilidad es su sobrino-nieto. Lo adora, lo idolatra, y lo regaña con igual intensidad por haber estudiado en "Jaguar" (Harvard). "¡Con lo que era la Complutense!", le dice. Y si había que irse al extranjero, pues Oxford, ¡por Dios!

Doña Amelia tiene una finca donde manda a sembrar azafrán solo por el gusto de recolectarlo en bikini, al lado de la piscina. Juega al mus con una seriedad que da miedo y organiza diciembre como una productora de eventos: piernas de jamón de Jabugo, garrafas del mejor aceite de su primera prensa, y cajas para Caracas con etiquetas escritas a mano, como los antiguos telegramas.

Se alimenta bien, mejor que muchos chefs. Su merienda favorita: pan mojado en aceite de oliva y espolvoreado con azúcar, una delicia que defiende como “tradición y desayuno de reina”.

Amelia no celebra cumpleaños —¡qué ordinariez, celebrar la decadencia!—. Pero el día de su santo, ¡ah, ese día!, se engalana como una zarina, se sienta en su trono de mimbre bajo el porche, y espera las felicitaciones como una emperatriz, entre croquetas, fanfarrias y limonadas con ginebra.

Eterna, excéntrica y dueña de sí misma, Amelia es una mujer que parece salida de una novela, pero vive entre nosotros. Eso sí, bajo ninguna circunstancia la llames abuela. Ni sueñes con hablarle de América sin un escudo, ni mucho menos, de cumplir años sin un santo de respaldo.

Original 04 de agosto de 2010
Versión revisada 29 de julio 2025

lunes, 26 de julio de 2010

Natación como condición…

Ayer, mientras escribía un post en el que mencionaba a John Harvard, se me vino a la mente un cuento peculiar que escuché años atrás, durante una visita a la Universidad de Harvard. Recordé los detalles con esa mezcla de asombro y sospecha que suele acompañar a las buenas historias. Lamentablemente —como ocurre con tantas joyas orales— resultó ser una leyenda urbana… pero es tan interesante, que igual la comparto.

La historia comienza en Cambridge, Massachusetts, durante la graduación de mi hermano. Nos hacía el típico recorrido turístico por el campus, mostrándonos los sitios emblemáticos con ese aire de “yo ya pertenezco aquí”. Fue al llegar a la imponente Biblioteca Widener que nos soltó el relato, con la solemnidad de quien comparte un secreto institucional.

Según él, Eleanor Elkins Widener, heredera de una de las grandes fortunas de principios del siglo XX, viajaba en el Titanic con su esposo y su hijo Harry. Como tantas otras mujeres de clase alta, fue subida a uno de los pocos botes salvavidas, mientras su esposo y su hijo quedaron atrás, resignados al destino que les tocaba.

Devastada por la pérdida de su hijo, Harry —egresado de Harvard y amante apasionado de los libros—, Eleanor hizo una donación astronómica a la universidad para construir una biblioteca en su memoria. Pero aquí viene lo más singular: impuso una condición. Exigió que, para graduarse de Harvard, todo estudiante debía aprobar un examen de natación.

La razón, según ella, era simple y brutalmente lógica: si su hijo hubiera sabido nadar, tal vez habría sobrevivido al naufragio.

¡Claro! Y si hubiera sabido hibernar, también podría haber resistido la hipotermia del Atlántico Norte. Pero los detalles no arruinan la belleza del gesto: una madre intentando proteger a futuras generaciones con las herramientas que tenía a mano… o al menos con las que Harvard estaba dispuesta a negociar.

Con los años, esta historia ha circulado en versiones adaptadas en otras universidades, cambiando nombres y destinos de los fondos, pero conservando la esencia melodramática y filantrópica.

Y aunque no se sepa con certeza si Eleanor realmente impuso la cláusula del examen acuático, lo cierto es que las universidades —algunas, no todas— sí han tomado muy en serio eso de saber nadar.

¿Pruebas? El mismísimo Dr. Mortimer Adler, que escribió más de treinta libros, fue profesor y parte de la junta editorial de la Enciclopedia Británica, no obtuvo su título de pregrado en la Universidad de Columbia en 1923 porque… sí, adivinaste: reprobó el examen de natación.

Así que ya lo sabes. Puedes escribir tratados, fundar revistas, incluso descubrir una vacuna… pero si no flotas, no hay diploma.

     ¿Verdad o ficción?... No importa. ¡A nadar todo el mundo!

sábado, 24 de julio de 2010

Nunca es triste la verdad...

Confieso que llevo días, semanas… ok, meses, con la musa metida en un búnker subterráneo, abrazada a un extintor y negándose a salir sin garantías laborales. Hoy, harta de su actitud sindicalista, decidí mirarme al espejo y darme dos cachetadas (nivel telenovela venezolana, pero sin la banda sonora). A ver si, con suerte, reanimo alguna neurona literaria dormida.

¿Por qué tanta urgencia creativa? Porque el Guari-french —ese miembro ilustre de nuestro club literario, mezcla de crítico literario y cheerleader de autoras bloqueadas— me exigió contenido. Y como soy débil ante los desafíos y peor aún ante la presión amistosa, decidí hacer un experimento científico con el rigor de una receta de cocina de abuela: repetir el ritual que me llevó a escribir esas Crónicas Marcianas que tanto le gustaron.

Paso 1: Quedarme sola en casa.
Paso 2: Descorchar un buen tinto chileno.
Paso 3: Música que inspire.
Paso 4: Consultar al oráculo: un cangrejo inmortal que vive dentro de mi cabeza (con acento gallego).
Paso 5: Prender a Delia, mi laptop con alma de narradora frustrada.

Check, check, check. Y más check que planilla de supermercado.

Mi hijo menor está ocupado con su amigo Bruno, bajo la tutela de un niñero recién llegado de Cambridge, Massachusetts. Lo cual suena sofisticado… hasta que uno recuerda que en realidad se fue de intercambio porque confundió “literatura comparada” con “competencia de memes”. Igual, tiene acento y eso da paz.
Mi hija mayor, que está en plena etapa “mamá-me-da-cringe”, se fue con su padre al cine. Lo cual es perfecto: él hace muchas preguntas por segundo y ella, en cambio, me ignora con talento olímpico.

Media copa más tarde, Serrat empezó a fluir por las bocinas. Joan, ese trovador divino que dice verdades con voz de terciopelo y puñal.
Y fue en ese trance, entre un sorbo y otro, cuando el crustáceo eterno (que en otra vida debió ser editor de Borges) dictó el tema:
“Nunca es triste la verdad… lo que no tiene es remedio.”

Y ahí lo tienes. Una verdad tan contundente como la resaca que vendrá mañana.
Algunos afirman que sólo la muerte no tiene remedio. Otros, que la verdad también es incurable. Yo, después de dos copas y una epifanía con olor a roble, declaro lo siguiente:

La verdad, como el vino: mientras más tiempo pasa, más fuerte pega.

Porque sí, la verdad no mata, pero deja moretones. No arde como el tequila, pero raspa como el silencio. Y no se puede tapar con un dedo, ni con dos, ni con diez… aunque estén bien pintados y lleven anillos de motivación.

Sinceramente suya,
Julieta Capuleto, sobreviviente del bloqueo creativo y bebedora funcional en nombre del arte.

Versión original 25 de julio 2010
Versión revisada 29 de julio 2025

viernes, 16 de julio de 2010

Quinientos cuarenta y cinco días…

Tanto le quería…
que tardé en aprender
a olvidarle, quinientos cuarenta y cinco días…
y sus respectivas noches.


viernes, 9 de julio de 2010

Colores verdaderos


Haz el bien sin esperar nada a cambio…

Más fácil de decir, que de hacer (como todo en la vida).
Casi siempre falla uno en la parte de no esperar nada a cambio. Persistentemente se espera ser correspondido, sobre todo si se ha dado lo mejor, con el mayor cariño del mundo… pero tarde o temprano… la vida se encarga de tomarte por el cuello y atizarte una hostia… de esas que te deja la nariz roja como un payaso… el ego amoratado…y el ánimo azul…

martes, 29 de junio de 2010

Los Ángeles de la Literatura (y el ataque de fiebre moral)

No había pegado un ojo en toda la noche. Entre el malestar, el cansancio y una fiebre con nombre propio, amanecí con cara de final de temporada sin presupuesto. Me sentía tan mal que falté, por primera vez en siglos, a mi sagrada clase de spinning. Y lo peor no era el dolor de cabeza: era el culpómetro interno que me tenía sudando más por angustia que por fiebre.

Mi Superyó, ese policía moral con voz de madre católica y dedo acusador, me regañaba sin parar. Mientras tanto, mi Ello, adolescente, flojo y rebelde, quería quedarse viendo TikToks existenciales y memes de Nietzsche. La guerra interna era de proporciones bíblicas.

Entonces me escribe Loli:

Loli: – ¿Te buscó?

Yo: – No. Y además de enferma, estoy amargada con un ataque de malcriadez que ni yo me aguanto.

Loli: – ¿Y la profe?

Yo: – El lunes me dejó plantada para irse con María Cecilia. Supongo que si necesita que la lleve, me mandará un mensajito. Digo yo.

Loli: – ¡Vale, déjame buscarte, que estás malita!

Yo: – Mejor no… Estoy con humor de película iraní. Mejor llevo mi carro y dejo el drama en paz.

Ya en el salón, varias compañeras estaban en sus pupitres con cara de "¡Te vimos en línea a las 3 a.m.!". Apenas crucé la puerta me lanzaron la pregunta inevitable:

—¿Y la profe?

Con una dignidad teatral, sacudí la melena sudada como si fuera Beyoncé en slow motion y dije, en tono diva dolida:

—Seguramente la trajo María Cecilia.

Justo entonces, como salida de una telenovela de venganza, aparece María Cecilia detrás de mí:

—No, vine sola.

Plot twist.

Me senté en mi puesto de siempre, sintiéndome como acusada en un juicio público de “exceso de zalamería académica”. Todas sabían que yo era la consentida de la profe. The teacher’s pet. El pánico escénico me tenía tartamudeando excusas internas mientras mi conciencia seguía gritando: “¡La dejaste botada! ¡Traición a la patria gramatical!”

Y justo entonces:
RINNNNNNNGGGGG.
Como si Dios tuviera sentido del humor y señal de Movistar.

Yo (con voz temblorosa): – ¡Hola, profe! Sí… ya estoy llegando. Aquí cerquita…

Colgué y salí disparada con mis tres compañeras. Éramos como una versión low budget de Los Ángeles de Charlie, pero con ojeras, lapiceros en el pelo y más drama que acción. Y como en toda misión literaria, regresamos con la profe en menos de cinco minutos, triunfales, sudadas y redimidas. Ella, divina como siempre, y yo con cara de "jamás dudé", aunque todavía no me bajaba la fiebre ni la culpa.

Porque al final, la verdadera literatura no se escribe sola…
Y la teacher’s pet, con gripe o sin ella, siempre regresa a su aula.

Versión original 29 de junio 2010
Versión actualizada 28 de julio 2025

miércoles, 23 de junio de 2010

Daliborka es una cosa de negros…

Ayer le contaba a una amiga que empecé a dar clases de arte a un grupo de niños. Me miró con una ceja arqueada y preguntó con toda la inocencia del mundo:
—¿Y tú estudiaste educación?

Sonreí con suficiencia y respondí, como quien lanza una clave secreta:
—Sí. En la Torre Daliborka.

Ella me miró como si le hubiera hablado en checo antiguo, y yo, en ese instante, extrañé profundamente a mi hermano. Estoy segura de que, si él hubiese estado allí, me habría bastado con alzar la mirada para encontrar su guiño cómplice. A veces los hermanos hablan con gestos, otras veces con recuerdos.

Ya de adultos, mi hermano y yo tenemos una relación hermosa: somos amigos, aliados y confesores. Lo cual agradezco todos los días, sobre todo por no haberlo estrangulado cuando éramos niños.
En esa época, nuestras actividades principales eran: comer, dormir y pelearnos por absolutamente todo.

Pero crecimos. Y algo cambió. Ahora siento que somos de la misma especie, que hablamos el mismo idioma emocional. Los afroamericanos lo dicen mejor que nadie cuando conversan entre ellos sobre alguna experiencia que un blanco jamás entendería: “It’s a Black thing.” Es decir: “Ni lo intentes, eso se lleva en la sangre.”

Hace algunos años viajamos a Europa con nuestros padres, sin parejas, sin hijos. Sólo nosotros, como si alguien nos hubiera devuelto a la infancia, pero sin los gritos ni los codazos. Fue un viaje mágico.

En el castillo de Praga descubrimos la historia de un noble llamado Dalibor de Kozojedy —una especie de Robin Hood checo—, que fue condenado a muerte por dar refugio a unos rebeldes. Mientras esperaba su ejecución en las mazmorras, aprendió a tocar el violín. Lo tocaba con tanta belleza, que la gente se congregaba frente a la torre solo para escucharlo.

Dalibor se volvió tan popular, que las autoridades empezaron a temer el anuncio de su ejecución. (La historia tiene versiones menos románticas, pero no las vamos a arruinar ahora). En su honor, la torre fue bautizada “Daliborka”.

Desde entonces, en nuestra familia, “Daliborka” se volvió una frase clave. Cuando uno de nosotros intenta algo sin tener idea de cómo hacerlo, el otro dice:
—Tranquilo, si Dalibor aprendió a tocar el violín en prisión, tú puedes aprender a usar Excel.

Por eso, cuando le dije a mi amiga que estudié educación en la Torre Daliborka, no mentía: fue ahí donde aprendí que todo es posible si tienes las ganas, o al menos, si tienes un hermano que se ría contigo en el intento.

Y aunque mi hermano tiene los cachetes más rosados que un niño del páramo andino…
It’s a Black thing.

Original publicado el 23 de junio del 2010
Versión revisada 28 de julio 2025

jueves, 17 de junio de 2010

Inocente semántica.


El vagón estaba atestado. El aire olía a miedo viejo y a cuerpos que llevaban demasiado tiempo sin moverse. Hacía horas que sentía las piernas dormidas, hormigueando como si quisieran huir antes que el resto de ella. Se removió apenas y se obligó a mirar alrededor. No había espacio para más que eso: mirar.

Los rostros de los demás eran espejos del suyo: pálidos, exhaustos, vencidos. A veces alguien murmuraba una oración, otras veces sólo se oía el crujido de las tablas o el quejido de un niño que ya no lloraba por hambre, sino por hábito.

Pequeñas partículas de nieve, arrastradas por alguna rendija, flotaban dentro del vagón. Caían lentamente, como si la crueldad pudiera tener belleza.

Tenía sed, y el estómago le sonaba con una dignidad casi ridícula. Pero recordó la voz de su madre: “Una dama no pierde la compostura, ni siquiera en el infierno.”

Sacó del bolsillo su barra de labios. Roja, intacta. Se la aplicó con manos temblorosas, no por coquetería, sino por obediencia. A donde iba —le habían dicho— no necesitaría nada. Y sin embargo, allí estaba: roja entre la ceniza.

El chillido de los frenos la sacudió por dentro. El tren se detuvo bruscamente. Un adolescente se impulsó hacia la pequeña rendija que oficiaba de ventana. Sus dedos se aferraron al marco con ansiedad. Todos contenían la respiración.

—¿Qué ves, muchacho? —preguntó un hombre, la voz ronca de esperanza.

El chico tardó en responder. La vista al exterior era escasa, y las palabras, lejanas.

—Una estación… creo.

—¿Tiene nombre?

El chico entrecerró los ojos, como si el frío le nublara la lectura.

—A… usch… witz —balbuceó con torpeza, arrastrando las sílabas, ajeno al peso monstruoso de lo que acababa de decir.

Ella no entendió. La palabra le pareció torpe, incluso fea. Pero el silencio que siguió fue más helado que la nieve flotante. Entonces, como una grieta que se abre lenta pero segura, el terror se deslizó por dentro del vagón.

Y por primera vez en días, dejó de sentir las piernas.


Versión original 18 de junio de 2010
Versión revisada 28 de julio de 2025

viernes, 11 de junio de 2010

Confesiones de una marciana futbolera (o algo así)


    

Hace un par de semanas me encomendaron una misión casi cruel: escribir una crónica sobre la esquina de las barajitas en Los Palos Grandes. Lo que para muchos sería un sueño —mezcla de nostalgia, deporte y estampitas brillantes— para mí fue como una patada en el hígado con tacos de aluminio: detesto el fútbol.

Pero valiente al fin, agarré mi libreta, mi lápiz y una dignidad más bien endeble, y bajé con la mejor disposición que pude simular a entrevistar a todo aquel con un álbum Panini entre manos. ¿El resultado? Un absoluto desastre.

Logré producir la crónica más plana, sosa y anodina jamás escrita en esta tierra tropical. Ni siquiera las referencias cultas que intenté meter con calzador —como los deliciosos escritos de Federico Vegas sobre la pérgola femenina de la Plaza de Los Palos Grandes— lograron salvarla. Hablé de nubes de mariposas amarillas, de las lluvias de junio, de la calima de Caracas… pero no. Aquello era un adefesio con ínfulas líricas. Y no lo entregué. Preferí excusarme. Ser tachada de irresponsable era mucho más digerible que ser reconocida como la autora de semejante atentado literario.

Sin embargo, con los días, la fiebre futbolera comenzó a colarse en todos los rincones de mi vida. Y no lo digo en sentido figurado: el fútbol estaba literalmente en todas partes. Mis amigos en Facebook aparecían con las caras pintadas de sus equipos favoritos, como si hubieran sido víctimas felices de un secuestro por parte de las payasitas "Ni Fu Ni Fa".

Los carros comenzaron a ondear banderas como si Caracas fuera sede del Mundial… y en algunos casos, varias banderas por vehículo. Supuse que mamá, papá e hijos habían hecho pacto de tolerancia multinacional. O que simplemente se dejaron llevar por el merchandising global.

Eran apenas las cinco de la tarde del 11 de junio, y yo ya sentía náuseas. De fútbol. De tanto Waka Waka. Pensé: si la Vinotinto participara, tal vez me emocionaría. Quizás. Con suerte. Pero ni eso.

Entonces, en un arranque de exilio emocional, decidí declarar públicamente mi rareza en Facebook. Escribí:

"Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros, hermanos… que soy la única marciana a la que no le gusta el freaking fútbol!!!"

¡Diez comentarios de apoyo inmediato! Una tribu de disidentes digitales salió a mi encuentro como si me estuvieran esperando.

Mi hermano, noble ejemplo del fanatismo tradicional, me respondió que era una suerte de Ebenezer Scrooge futbolístico. No pude desmentirlo. Lo único que logré fue que tres almas caritativas lo enviaran, sin escalas, a la porra.

Seguí en mi espiral marciana:

"Definición de eclecticismo: hacer marquesas de chocolate por encargo mientras se toma vino en soledad… oyendo a Juanga en Bellas Artes, homenajeando a la entonces pareja presidencial, Salinas de Gortari. Todo esto mientras el resto del planeta baila el Waka Waka. Desde Marte reporta: Julieta Capuleto."

Ese post cosechó tres comentarios más, uno de ellos desde París, lo que elevó instantáneamente mi nivel de sofisticación excéntrica.

Pero el mensaje más memorable vino de mi amiga Rosa:

“Amiga, creo que estás un poco perturbadita… jajaja, nada grave. Igual te quiero.”

Y yo también me quiero. Aunque no entienda las reglas del offside, aunque la pasión mundial me pase por encima como un estadio lleno y aunque haya escrito la crónica más fallida de mi carrera, me consuela saber que hay otros marcianos como yo.

Desde esta isla sin bandera en medio de la Copa del Mundo, se despide esta perturbadita atea de la religión futbolística.

Versión original 12 de junio de 2010
Versión revisada 27 de julio de 2025


miércoles, 9 de junio de 2010

Spinning.


   Pum, pum, pum. El ritmo de la música es rápido, tanto o más que mi corazón acelerado y rebosante de adrenalina. Somos dieciséis al mismo compás, pedaleamos en idéntica armonía y aún cuando estamos estáticos, hacemos un gran esfuerzo por seguir al líder.
   Sube la temperatura. Cierro los ojos para concentrar el brío. Ahora estoy sola. Siento caricias en mi rostro, en mis brazos, en mis pechos… Son las gotas de sudor que al deslizarse lo mojan todo.
   Oigo mi latido, también mi respiración y todo se funde en simetría con el movimiento. Mis venas pulsan cada vez más rápido… Pum, pum, pum… vibra en cada centímetro de piel.


   - ¡Vamos! ¡Fuerza!... ¡No se queden atrás!... ¡Ya vamos a llegar! – grita el profesor.


   Mis piernas duelen. Hace daño. Hace bien… Me desborda la agonía… Deliciosa agonía…. Profundo suspiro.
   ¡Llegué!

martes, 8 de junio de 2010

Paloma

Ella caminaba lo más rápido que podía con un par de baldes rebosantes de agua. Trataba de apurar el paso para deslastrarse del perro que insistentemente la olfateaba en sus partes íntimas. El jadeante animal no paraba de acosarla al tiempo que cruzaban el patio. Sucumbía a la oscilación para ganar algo de velocidad, pero era inútil, el perro no le perdía la pista, aullaba e insistía como si persiguiera a una hembra en celo.

Ya en la platabanda, soltó uno de los baldes en el piso y se apresuró a entrar en la improvisada jaula hecha de alambre de gallinero y láminas de zinc. Cerró tras de sí la puerta, y se dispuso a llenar el bebedero de las palomas.

El agua fresca caía en la ponchera y salpicaba alrededor mojando el arenal y a una paloma que no se movía como las otras. La joven se inclinó para recogerla. Un hilo de sangre surgía de la cabeza de la blanca paloma. Con ambas manos la llevó hacia su pecho y se puso de pie. El perro, afuera de la jaula, no paraba de ladrar cada vez más fuerte.

La joven asomó su cabeza para llamar al perro. Con su mano fuera de la jaula, sacudía al blanco y espantado pájaro para captar la atención del perro. Al lograr su cometido, arrojó lejos de sí a la moribunda paloma para salir corriendo de la jaula.

El perro, de inmediato comenzó a devorar al ave.

jueves, 3 de junio de 2010

La sirena

Osmel la llevó al atelier de Piera Ferrari con una mezcla de orgullo y urgencia. El vestido casi estaba listo, pero justo cuando todo parecía perfecto, Osmel cambió de planes. Su buen amigo Guy Meliét, un diseñador de renombre con un toque casi divino, acababa de crear una obra maestra y necesitaba a alguien especial para estrenarla. Sin dudarlo, la eligió a ella.

Cuando llegó al estudio de Guy, encontró un espacio vibrante, donde el arte y la moda se fundían en cada detalle. Guy la miró con una sonrisa cómplice y comenzó a describir el vestido: una base color piel, que haría parecer que su cuerpo se fundía con la tela, cubierto de lentejuelas tornasoladas que capturaban la luz como escamas vivas. La cola, hecha de gasa francesa de múltiples tonos, parecía flotar en el aire como espuma marina. —“Te vas a ver como una sirena rodeada de la misma agua que la acuna”, dijo con su acento francés que hacía cada palabra un canto.

Ella esperó horas, quieta, haciendo las veces de maniquí viviente. Se sentía atrapada en una magia silenciosa, mientras Guy construía el vestido con una precisión obsesiva. Primero diseñó un modelo de lienzo blanco, lo ajustaba, eliminaba arrugas, moldeaba cada curva. Era casi un ritual, un acto de creación que parecía sacrílego cuando, finalmente, el patrón perfecto fue descartado.

Ella entendió que aquella tela blanca era solo el esqueleto invisible de un sueño. Un sueño que ahora vestía, una sirena entre luces y sombras, destinada a deslizarse por la pasarela como si el agua misma la empujara.

Y mientras la luz del estudio acariciaba las escamas tornasoladas, supo que nunca volvería a sentirse tan libre, ni tan atrapada, como aquella tarde en que se convirtió en sirena.


Versión original 04 de junio 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

sábado, 29 de mayo de 2010

La teta asustada

Siempre he sido de esas personas que se niegan a abandonar una película a medias, aunque el aburrimiento les arruine la tarde. Por eso, cuando me tocó ver La teta asustada para una asignación de narrativa, me armé de paciencia. La lentitud de las escenas y el silencio pesado me hicieron querer apagar el DVD más de una vez. “¿Por qué tanta solemnidad?”, me preguntaba, “¿qué tiene esta historia para ser tan… densa?”.

Pero la tarea era escribir una escena que me marcara, y decidí que debía entenderla a fondo. Empecé a investigar, a buscar la historia detrás de Fausta y su miedo heredado, esa “enfermedad” que no es física, sino un trauma profundo que atraviesa generaciones. Descubrí que la película no solo habla de una joven indígena, sino que es un canto triste y poderoso que habla de las heridas abiertas del Perú, de la violencia política que destruyó vidas y dejó huellas invisibles.

La escena que más me tocó es cuando Fausta vende sus cantos a Aída. En ese momento entendí que la película es como un pacto: Fausta cambia su voz —su esencia, su alma— por la posibilidad de sobrevivir, como la sirenita que entrega su voz para habitar otro mundo. Es doloroso y hermoso al mismo tiempo.

Ahora sé que La teta asustada no es lenta ni mala, es una joya que se revela solo cuando uno está dispuesto a mirar más allá de la superficie, a escuchar los silencios y a sentir el peso de esas historias que siguen vivas, aunque duelan.

Versión original 30 de mayo 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

miércoles, 26 de mayo de 2010

No me rendiré.

En un cuarto de hotel barato, donde la humedad carcome las paredes y el aire huele a desesperanza, un viejo maloliente consumó la destrucción de una joven virgen, lanzándola a las cloacas de la mala vida. Es una historia repetida hasta la náusea, un ritual macabro que se repite en los rincones más oscuros del mundo.

La soledad aplasta como una losa pesada, y el tiempo parece morir en cámara lenta, detenido en el tic tac de un reloj roto que marca el final antes del principio. Las personas caminan mutiladas, fantasmas andantes que arrastran heridas invisibles, destrozadas por el desamor, o quizás por un amor que las devoró sin piedad.

El terror de un alma sola, enterrada viva en un rincón sin luz, consumiéndose poco a poco, suicidándose en las alcantarillas de una ciudad roja, donde ni siquiera la muerte ofrece alivio.

Ella lo ve, lo respira, lo siente en cada poro. Pero la oscuridad no la doblega.

Debe haber una forma de contarlo.

Tiene que haber una manera de desnudar esta podredumbre.

¡Se tiene que poder!

¡La tengo que encontrar!

Porque aunque el abismo se trague todo, aunque el peso del horror intente aplastarla, no se rendirá. No hoy, no nunca.

Y en esa obstinación yace su única esperanza: ser la voz de los que ya no tienen voz, el grito en la noche eterna, la sombra que se niega a desaparecer.

Versión original 26 de mayo de 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

martes, 25 de mayo de 2010

Fragmentos de un cuento - Levedad

IV

Tardó en abrir los ojos. No por sueño, sino por hinchazón: un llanto prolongado, espeso, como de sal derramada desde el alma, se había instalado durante la noche anterior. Cuando por fin lo logró, la luz tibia de la mañana le acariciaba la piel, y contra todo pronóstico, sonrió.

No era una sonrisa eufórica, ni festiva. Era una de esas sonrisas que brotan cuando el cuerpo aún no entiende del todo, pero el alma ya ha soltado. Una sonrisa con sabor a tregua.

Había despertado ligera.

Como si durante la madrugada un ángel —sin forma ni nombre, sin religión ni mandato— hubiese entrado sigilosamente, recogido con cuidado sus ganas de morirse, y en su lugar hubiese dejado una sensación de paz sin estridencias.

El mundo seguía igual. Las paredes eran las mismas, el espejo mostraba los mismos rastros de batalla bajo los ojos, pero algo en ella era distinto. No se sentía obligada a nada. Ni a responder mensajes. Ni a sonreír. Ni siquiera a estar bien. Sólo a estar.

Pasó el día en pijama, descalza, despeinada, con la cara limpia y sin maquillaje. Le supo a gloria.

Se permitió el lujo de desayunar tarde, de servirse un café frío, de no hacer la cama. Caminó por su casa como si la conociera por primera vez. Miró sus libros, sus fotos, sus trastos viejos con una ternura silenciosa, como quien observa a un amigo dormido.

Encendió la televisión. Miss Venezuela brillaba en pantalla, tan pulida y exacta como un objeto de colección. Hablaban con vocecitas agudas, impecables, y ella las escuchó con atención inusitada. Observó sus sonrisas milimétricas, sus respuestas entrenadas, sus cinturas imposibles.

Y por primera vez no sintió envidia. Ni nostalgia. Ni derrota.

Sintió alivio.

Porque no sería ella la que cargara esa corona como un yugo. No serían sus hombros los que sostendrían el peso de las expectativas ajenas, ni sus días los que se poblarían de compromisos, entrevistas, dietas y tacones eternos. Ella podía quedarse con su cuerpo imperfecto, con sus ojeras de vida vivida, con sus cicatrices sin maquillaje.

Y lo agradeció.

Se permitió cerrar los ojos otra vez, no por agotamiento, sino por placer. Por simple y poderoso placer de existir.
Ese día, el primero del resto —sin promesas, sin culpas—, se lo regaló por completo.
Y fue suficiente.

Versión original 26 de mayo 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

jueves, 20 de mayo de 2010

Sábado de ficción

—Este sábado quiero hacer una paellita —dijo con una emoción tan genuina que por un instante me pareció adorable.

Yo, que ya lo conozco, sonreí. “Paellita” en su léxico significaba aventura compartida… compartida al principio, hasta que la cebolla empezó a picarse sola, el arroz a no medirse con exactitud, y la cocina a convertirse en zona de guerra bajo mi mando.

Todo comenzó con la odisea de pedir prestada la paellera a su amigo margariteño-alemán: estricto, metódico y celoso de sus utensilios de cocina como si fueran reliquias de museo. La paellera llegó con instrucciones, advertencias y un dejo de amenaza implícita: “Ni se les ocurra rayarla”.

El sábado amaneció con entusiasmo. Fuimos al mercadillo del barrio como si estuviésemos protagonizando una película romántica europea: risas, olores frescos, sol de media mañana. El plan se derrumbó en cuanto llegamos a casa y él rompió un huevo al poner el primer pie en la cocina.

—Monta el caldo que yo hago todo lo demás —dijo con heroísmo.

Lo que no dijo fue que “todo lo demás” implicaba destruir el ecosistema de la cocina. Lavé calamares con las manos adormecidas, quité tinta de las paredes como si limpiara una escena del crimen y entre lavada y lavada de ollas, me fui transformando en la versión doméstica de Lady Macbeth, pero con delantal.

Le advertí lo del huevo —una vez más— y eso, según él, fue lo que arruinó el sábado. Yo pienso que el sábado se arruinó en cuanto alguien creyó que “hacer una paellita” era buena idea para un día de descanso.

Después de comer —porque sí, quedó sabrosa, aunque nadie tuvo fuerza para celebrarlo— le pedí que me ayudara a recoger. Me dio un “sí” tan ambiguo como un contrato de internet, y comenzó a guardar las sobras. Lo dejé solo un momento y escuché ese sonido metálico y fatal, como de sable raspando una campana de iglesia.

—¡Cuidado! ¡La paellera es de teflón! ¡No puedes usar metal! —grité, y fue el grito lo que selló nuestra guerra fría.

—Estoy harto de tus humillaciones —dijo, saliendo de la cocina como si huyera de un campo de batalla emocional. Se encerró en el cuarto como niño malcriado y yo, como adulta cansada, me dediqué a lavar platos con la resignación de quien sabe que aún falta mucho arroz por raspar.

Horas más tarde, con la torre de loza finalmente vencida, entré a la habitación. Le pedí disculpas. Le expliqué mi histeria. Le hablé de la paellera, del préstamo, de la responsabilidad compartida.

Él, sin mirarme:

—Yo estaba teniendo cuidado.

—¿No estabas usando una cuchara de metal para raspar el arroz?

—No.

—¿Me vas a decir en mi cara que no era de metal?

Silencio. Luego, con una mezcla de orgullo vencido y sinceridad tozuda:

—Bueno, sí. Pero lo estaba haciendo con cuidadito.

Y allí comprendí que no había nada más que decir.
Me di la vuelta y salí del cuarto, dejándolo con su “cuidadito” y su orgullo tan rayado como la paellera.

Versión original publicada el 21 de mayo de 2010
Versión revisada el 27 de julio 2025

miércoles, 19 de mayo de 2010

Bono recites Bukowski

Perdida por falta de experiencia o Pasaporte al infierno

El sistema fue claro: “oficina asignada aleatoriamente”. Pero Felipe seguía convencido de que todo —incluida la ubicación geográfica— era culpa mía.


Eran las nueve y media y el sol en Caucagua no quemaba, hervía. Juancito y yo nos bajamos del carro directo a una caldera invisible. Las doce personas en el porche parecían sobrevivientes de un apocalipsis solar. Me paré tras una señora que esperaba en la mitad de la calle, buscando las sombras con desesperación digna.

Cuando Felipe reapareció, parecía un personaje de telenovela venezolana en pleno clímax. Sudoroso, furibundo, casi poético:

—¡Sólo a ti se te ocurre pedir la cita del pasaporte en Caucagua! ¡En Los Teques había sombra, aire, civilización!

Respiré hondo. Conté mentalmente hasta tres, como enseñan en los talleres de control de ira, y exploté justo en el cuatro:

—¡Si eres tan perfecto y diligente, ¿por qué no lo hiciste tú?! ¡Al menos yo hice algo!

Alrededor, todos fingieron no escuchar. Pero los ojos hablaban.
Yo sabía que había perdido. No la cita. La compostura.
Y recordé esa frase que una vez leí:

“Nunca discutas con un imbécil, te hará descender a su nivel… y allí, te ganará por experiencia.”



Versión original: 19 de mayo de 2010
Versión revisada 27 de julio 2025


miércoles, 12 de mayo de 2010

The mission: Gabriel's Oboe

¿Quién se comió a mi papá?

Un día, sin aviso, mi papá desapareció. No se fue a otro país, ni al cielo. Estaba en su silla, en su casa, con su voz de siempre… pero ya no era él.

El hombre que me enseñó a dividir sin usar los dedos, que me hablaba de justicia como si fuera un superpoder, que me alzaba en hombros para ver el mundo desde más arriba… ese hombre se esfumó.

En su lugar, apareció un sujeto extraño, que renegaba de todo, que hablaba en tonos grises, que ya no miraba con luz en los ojos. Un hombre que no recordaba mis cuentos favoritos, ni mis cumpleaños, ni sus propias hazañas.

Me pregunté si fui yo la que cambió, si crecí demasiado rápido y al bajarme de sus hombros vi la verdad desde abajo.

¿Será que la Electra que lo adoraba murió una tarde cualquiera?
¿O que Agamenón nunca existió, y lo inventé a punta de amor?

No lo sé.
Solo quiero que me devuelvan a mi papá.
El de antes.
El de siempre.
El imposible.


domingo, 9 de mayo de 2010

Fragmentos de mi cuento - Con tacones desde Apure.

Del Estado Apure solo conocía el nombre de su capital: San Fernando. Ni siquiera estaba segura de si era famoso por los llanos, los ríos o los poetas. Pero eso no importaba. Cuando la seleccionaron para representar a esa región en el concurso nacional, asumió que todas las chicas eran originarias de los lugares que llevaban en la banda. Después se enteraría de que casi ninguna lo era. Era un disfraz geográfico, una cáscara regional para lucir diversidad en el escenario.

Aun así, se lo tomó en serio.

Acudió al oráculo familiar: su tío. No era un simple lector empedernido; era una biblioteca con corazón. Las demás tenían enciclopedias, ella tenía a su tío: un sabio de voz lenta, manos grandes y una memoria capaz de recitar discursos de Bolívar mientras pelaba una mandarina.

—Necesito parecer de Apure —le dijo sin preámbulos.

Él sonrió, como si ya supiera de antemano que Apure no se lleva en la cédula, sino en el alma.

Le preparó una guía tan completa que parecía más una novela de aventuras que un compendio de datos. Había fechas, claro, pero también cantos de ordeño, relatos de crecidas, historias de llaneros con alma de coplero y mujeres que parían con las manos en el pilón.

Ella lo estudió todo, como si prepararse para un certamen fuera lo mismo que prepararse para una batalla.

Lo que no sabía aún era que poco importaría si conocía o no la historia geopolítica del estado. Su verdadero aprendizaje estaba por venir. En esos tres meses, entre espejos crueles, luces blancas y exigencias absurdas, aprendería el valor de disfrutar del viaje, aunque cada paso doliera como una punzada.

Al principio quiso huir.

En su afán de alcanzar el nivel de sus compañeras —muchas de ellas ya pulidas tras casi un año de ensayos—, se agotaba. A menudo terminaba hecha un ovillo en una esquina del salón, llorando de frustración, con los pies hinchados y el alma achicada.

—Si quieres brillar, tienes que pulirte, y el brillo duele —le dijo un día la profesora de pasarela, sin mirar atrás.

Los tacones eran una tortura. Caminaba como si tuviera clavos en las plantas de los pies. Debía llevarlos puestos siempre: en los ensayos, en las entrevistas, incluso al salir por un café. Solo se los permitían quitar para dormir o ducharse. Al cuarto día, ya no sentía los dedos. Al décimo, soñaba que sus pies se doblaban hacia adentro, como los de aquellas mujeres chinas de los pies vendados.

—¡No pongas esa cara de martirio, chica! —reía la instructora—. Te juro que terminarás por acostumbrarte.

Y lo hizo.

Una noche cualquiera, sin darse cuenta, cruzó el salón entera, erguida, elegante, sin tambalearse. Era como si sus huesos hubieran aprendido el equilibrio de la vanidad.

Fue entonces cuando entendió que no se trataba de representar a Apure, ni de encajar en un molde. El verdadero concurso no estaba en el escenario, sino en resistir la metamorfosis sin perderse a sí misma. Aprendió a mirar a sus compañeras sin compararse. A saberse distinta. A que cada ampolla tenía su mérito.

Un día antes de la gala, le entregaron su banda.

"Apure", decía en letras bordadas.

Sonrió. Ya no le parecía un disfraz.

Ese nombre, ajeno al principio, ahora le pertenecía. Porque se lo había ganado con cada paso doloroso, con cada lágrima seca, con cada respuesta memorizada entre sesiones de maquillaje y ansiedad.

La niña que había llegado con los pies descalzos del conocimiento, se había convertido en una mujer que caminaba —con tacones y todo— sobre sus propios logros.

Versión original 10 de mayo de 2010
Versión revisada 27 de julio 2025

jueves, 6 de mayo de 2010

Algunas de mis particulares manías o inventario de rarezas.

Siempre pido lo mismo cuando vuelvo a un restaurante. Podrían tener el mejor plato del mundo en la página siguiente del menú, pero no me atrevo. Ya me enamoré de uno, ¿para qué coquetear con los demás?

Detesto beber agua. La encuentro tan poco interesante… como si mi lengua exigiera algo con personalidad.

No le quito las etiquetas a la ropa nueva hasta estrenarla. Me gusta sentir que, mientras cuelga en el clóset, sigue siendo promesa. Me resisto a convertirla en pasado tan pronto.

Aunque se caiga el mundo, nunca me acuesto sin desmaquillarme. Mi apocalipsis puede esperar, pero mi cutis no.

Leo revistas y periódicos desde la última página. Me gusta ir de atrás hacia adelante, como quien escarba buscando lo esencial al final del túnel. En la vida, sin embargo, me cuesta retroceder.

En baños públicos, bajo la cadena con el pie. Es una gimnasia de supervivencia. Y sí, soy de las que carga antibacterial como si fuera una cruz sagrada.

Amo comer en la cama. Es mi ritual de ternura egoísta, donde conviven las migas y los pensamientos sueltos.

Me sudan las palmas. Por eso me dan vergüenza los saludos formales. Siempre tengo la sensación de que al apretar una mano, alguien descubrirá algo de mí.

Digo groserías. Muchas. Con una elegancia que descoloca. Las uso como adorno, no como ofensa.

No me combino la cartera con los zapatos porque soy floja. Mudar el contenido es una operación que requiere una concentración digna del G7.

Abuso de los puntos suspensivos… Como si dejara siempre una puerta entornada… por si acaso.

Llego de primera a todas mis citas. No es puntualidad, es miedo a no llegar. La ansiedad no sabe medir el tiempo, solo correrle por delante.

Amo los zapatos de goma. Si fuera por mí, aboliría los tacones y los convertiría en mitos. El Olimpo puede quedarse con sus diosas de vértigo. Yo prefiero tocar el suelo sin culpa.


Dicen que lo que uno cuenta de sí mismo no siempre es lo más importante. Que lo esencial se esconde en lo que no decimos.
Pero este inventario de rarezas me ha servido como mapa.
Porque en la suma de estos detalles, con todo su absurdo, me reconozco.
Y ahora que he vaciado un poco de mí, solo tengo una curiosidad:

¿Tú? ¿Con qué rituales extraños vives en secreto?